“Agnus Dei”
Obra invitada del
Museo Nacional del Prado
Un fondo oscuro y una mesa gris es el escenario donde se expone el motivo único del cuadro: un merino de la variedad armada al que se han supuesto entre ocho y doce meses de vida. Se encuentra todavía vivo, tumbado y con las patas ligadas con un cordel, en una actitud inequívocamente sacrificial, que curiosamente recuerda famosas imágenes de santos sacrificados, como la conmovedora Santa Susana de Maderno. El pintor ha utilizado una técnica muy minuciosa, su inigualable capacidad para reproducir las texturas y una luz muy calculada y dirigida que crea amplios espacios de sombras, para concentrar nuestra atención en este animal que parece asumir con mansedumbre su destino fatal.
No es esta la única obra de tema similar que realizó Zurbarán, pues se conocen otras cinco versiones de su mano, que presentan algunas variantes iconográficas y que testifican lo muy bien aceptada que fue esta representación por una clientela muy probablemente privada. Tres de ellas se encuentran fechadas en 1631, 1632 y 1639, respectivamente. La que aquí se expone se considera la de mayor calidad, aquella en la que el pintor llegó a una síntesis más apurada entre maestría técnica, dominio descriptivo y concentración expresiva, y donde alcanzó una mayor sutileza emocional. Los historiadores están de acuerdo en fecharla en la cuarta década del siglo XVII, y la mayoría apuntan al periodo 1635-1640, que constituye la época de mayor madurez artística del pintor.
Algunas de las versiones conocidas introducen elementos iconográficos que obligan a una interpretación en clave religiosa, como el nimbo alrededor de la cabeza o inscripciones alusivas al carácter sagrado del modelo. Otras, como esta, carecen de semejantes atributos. Pero aunque hay estudiosos que a la luz de esa desnudez retórica afirman que estamos ante una simple pintura de naturaleza muerta, la mayoría se inclina a pensar que se trata de un Agnus Dei. Es verdad que en este caso no existen otros elementos que no sean la simple presencia de un cordero, pero la asociación entre este animal y el Hijo de Dios sacrificado (“Cordero de Dios” como le llama el lenguaje litúrgico) estaba tan extendida que se hace difícil pensar que un español del siglo XVII fuera capaz de abstraerse de las connotaciones religiosas y contemplar esta obra exclusivamente como un maravilloso alarde técnico o como una suculenta promesa culinaria.
Las fórmulas de representación que ha utilizado Zurbarán, aislando artificiosamente un motivo y recreándose en la transcripción de su volumen y su textura, son típicas de la naturaleza muerta. Y es precisamente su condición de frontera donde confluyen dos géneros como la pintura religiosa y la naturaleza muerta lo que otorga a esta obra una gran importancia desde el punto de vista de la historia del bodegón, pues nos muestra hasta qué punto podían ser fluidos los límites de los géneros, y las mismas estrategias figurativas podían adaptarse a la representación de una gran variedad de contenidos.