1822 – 1826
Querellas en los juzgados: Apropiación de los derechos la ciudadanía y la igualdad

A pesar de las exclusiones y aplazamientos legales de la ciudadanía, el nuevo lenguaje empezó a circular y a ser apropiado por algunos indígenas, mujeres y hombres pobres y analfabetas, muchos de ellos mestizos o libres de todos los colores15. Después de la Independencia, los antiguos vasallos comenzaron a reclamar nuevos derechos como ciudadanos y la igualdad ante la ley y ante los jueces. En juzgados y tribunales exigieron derechos apelando a la igualdad, a la Constitución y a la justicia de la república, y ya no a la piedad del rey y de los jueces. Así aparecen desde 1822 en documentos del Fondo Asuntos Criminales del Archivo General de la Nación, las querellas de personas de todas las clases sociales en los juzgados. Aludir a la constitución como sagrada y a los derechos del hombre como preciosos, sagrados e imprescriptibles fue frecuente en estos pleitos.

La insistencia en que la justicia debe ser igual para todos es una idea extraordinaria en una sociedad que viene de legislaciones donde delitos y penas se tasaban de acuerdo con las esferas sociales. Algunos ejemplos son dicientes:

En 1824, el alcalde de Suba es reconvenido por los jueces superiores cuando reciben la queja de que injuriaba a los ciudadanos: que procure

“no ajar con palabras impropias a los ciudadanos por ningún caso, pues para castigar los excesos que puedan cometer, las leyes tienen detallado el modo con qué proceder”. (Archivo General de la Nación, Asuntos Criminales, legajo 37, año 1824, f. 866)

En 1826, un vecino de Rionegro se queja contra su alcalde por no tratar igual a todos los ciudadanos:“

¿No indica esto mismo que en su concepto hay dos clases de ciudadanos, unos llamados decentes y otros plebeyos, aquellos con derechos que no pueden ser violados, y estos otros sujetos a la voluntad de los jueces?”. (Archivo General de la Nación, Asuntos Criminales, legajo 2, f. 276v)

La clasificación social como noble o plebeyo, como blanco o de castas había sido un campo de contienda en la sociedad colonial. Ahora se disputaba por el título de ciudadano, y escribirlo antecediendo el nombre de la persona fue tan importante y tan disputado como había sido el título de don en la Colonia. En los juzgados se nota cómo las clasificaciones coloniales “indio”, “negro”, “mestizo”, “pardo” o “mulato” fueron sustituidas por denominaciones como “indígena”, “patriota”, “realista”, “soldado” y, especialmente, “ciudadano”.

Un caso representativo es el de Vicente Roca, un pardo, quien se defendió de un libelo en el que el doctor Miño lo acusaba de intentar asesinarlo, junto con otros, diciendo al público “que no se admirara de ello pues siendo Roca pardo, era natural que formase una cuadrilla de malhechores”; este ejemplo es muy diciente, pues en él se argumenta que la lucha por la Independencia precisamente buscaba que no hubiera diferencias de linajes ni colores entre los ciudadanos:

“Pero Su Señoría por fin me veo ya en el caso de hablar de linaje, con relación a nuestro sagrado código todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley. La igualdad no admite distinción alguna de nacimiento… sin igualdad no hay libertad por que entonces el hombre degradado no puede hacer lo que aquel que se le ha sobrepuesto… Esta es una contradicción la mas monstruosa y palpable que no puede ocultarse al mismo Dr. Miño, el que por consiguiente es el mayor traidor a nuestro código, cuando ha atacado verbalmente y en sus representaciones a las autoridades y en sus impresos al publico, las bases que le sostienen. Estableciendo el Dr. Miño la desigualdad de condiciones como lo hace cuando pretende con tanta tenacidad la degradación de los pardos, ha atentado a los derechos comunes de los ciudadanos, ha contrariado los principios primitivos del pacto social, ha turbado la armonía, la unión y el amor mutuo que debe dominar entre los que componen la republica, ha dividido al pueblo en dos clases necesariamente enemigas, ha concedido al nacimiento lo que no es debido si no al verdadero merito, ha sofocado todo sentimiento generoso y patriótico […], ha aniquilado todo el fruto de la sangre que nuestros conciudadanos han derramado por 13 años, ha cortado de raíz el árbol de la libertad y nos ha restituido al ignominioso yugo bajo cuyo peso habíamos gemido por trescientos años y por cuyo aniquilamiento ha entrado todo el mundo ilustrado en la mas difícil y heroica lucha ¿Y que conducta Su Señoría, mas impolítica, mas inmoral y atroz que esta?”. (Archivo General de la Nación, Asuntos Criminales, legajo 64, s. f., f. 722-723)

La retórica moral política facilitó a los libres de todos los colores reinstalar sus versiones coloniales del honor entendido como virtud (y no como privilegio) en la nueva contienda por la ciudadanía y la representación. Como en sus luchas de fines del siglo XVIII por ser identificados como vecinos, ahora la identificación como patriotas y soldados, y aún más la perspectiva de ser considerados ciudadanos, oculta u omite la identificación de las personas por el color de su piel y sus rasgos físicos. Las clasificaciones como vecinos y como ciudadanos remiten a valores cívicos y políticos, y no a características raciales.

La pertenencia a un ejército libertador tiene una dimensión trascendente, un vínculo de honor con una comunidad mayor, que existe después de la existencia de uno, y por tanto se puede y se debe dar la vida por ella. Se entiende que por la patria como por el honor y por la fe se da la vida, y con la muerte los soldados pasan a la gloria. La figura del soldado patriota se revistió de virtudes republicanas y amor a la patria tomados de ejemplos de la Antigüedad. Paralelamente, para los realistas, ese mismo sentido heroico de virtud, honor y dignidad estaba indefectiblemente unido a la lealtad al rey. Así, por el mismo camino moral e identitario, llegan a alineaciones diferentes, a sacralizar sus causas y a ver al del partido opuesto como enemigo moral.

A lo largo del período de la Independencia y hasta mediados del siglo XIX, la ciudadanía de los indígenas y la abolición del tributo fueron objeto de muchos debates, de condicionamientos y aplazamientos y, por supuesto, su puesta en práctica tuvo muchos obstáculos, fue dispar e inconsistente.

Vale la pena ver algunos de los términos y eventos en los que se dio la contienda diaria por la clasificación social de las personas desde los primeros años republicanos. Por ejemplo, en la causa seguida contra el indígena Ignacio Tejedor por injurias a los jueces de Sutatenza, en 1824, se tacha todo un párrafo que lo nombra como indígena y se vuelve a transcribir sin llamarlo así16. El mismo Tejedor había insultado al alcalde porque, entre otros apelativos, lo había llamado indio.

En las imágenes facsimilares se pueden ver los dos párrafos del proceso, uno tachado, en el que aparece denominado como indio y luego otro en el que se omite el apelativo.

Pero es de notar que el mismo indígena también usa términos relativos al color de su piel y a su calidad racial para descalificar al alcalde “… no se merece la vara de alcalde para hacer justicia sino para venganza porque era un hijo de puta, cuasi negro, que era hijo de puerca, indio, y que era un casi lampiño”. (Archivo General de la Nación, Sección República, Fondo Asuntos Criminales, rollo 12, nº de orden 19, f. 851-881)

Como puede verse, el debate no es entre sujetos con visiones opuestas de la sociedad, una colonial de jerarquía de castas y otra republicana de ciudadanos iguales, sino entre sujetos que combinan en formas diversas sus argumentos. Como dijo un fiscal en otro caso: “Las leyes liberales de la Republica no anticipan los conocimientos de los pueblos. Permanecen hasta ahora en su estupidez los indígenas, que son ciegos observadores de sus prácticas antiguas. Como no saben leer ni escribir no tienen conocimiento de la Constitución de Colombia y aun ignoran sus leyes como los mismos reos lo declaran en sus confesiones”. (Archivo General de la Nación, Asuntos Criminales, legajo 64, año 1826-1827, f. 600r-640r)

También se pueden observar cierta apropiación de los nuevos términos y un grado de consciencia del cambio que se había dado en el lenguaje de los esclavos, cuya experiencia de acudir por su cuenta a los estrados judiciales durante la Colonia fue casi inexistente y, en todo caso, mucho menor que la de los indígenas. Hay un extraordinario documento, facilitado ya transcrito por la historiadora María Eugenia Chávez:

“El 25 de agosto de 1812, en Medellín, se presenta un documento con 400 firmas a nombre de 10.700 esclavos clamando por su libertad ya que se les había informado que Dios había hecho libres a todos y que había habido un bando en el julio anterior declarándolos libres”. (Archivo Histórico de Rionegro, Concejo, serie esclavos, vol. 193, f. 1,3, 7-38, Medellín, 25 de agosto de 1812)

“Señores del Supremo Tribunal de Justicia decimos nos diez mil y setecientos esclavos de esta Villa de Medellín y sus distritos y jurisdicción todos juntos nos postramos a [VSS] con el motivo de darles a saber a su mercedes de cómo hace largo tiempo de que por noticias que hemos sabido y por palabras de nuestros propios amos que nos vino la libertad la cual ignorábamos que por […] pedido de algunos amos a sus esclavos se nos ha dado a saber de cómo [Dios] nuestro señor nos hizo libres e independientes de tal esclavitud. Por lo cual todos juntos proclamamos y ocurrimos advirtiéndole a los [SS] del muy [ilegible] nos miren y vean que somos pobrecitos cautivos que hace dilatado tiempo que estamos padeciendo el insufrible yugo de la esclavitud unos con mas trabajos otros con muchos disgustos por sus amos mal contentadizos […]; por lo que nos hemos determinado presentarnos ante [VSS] para si es cierto que no es con otro fin mas el saber si es cierto no para otra cosa pues muy bien saber sus mercedes el que nosotros los pobres cautivos somos unos infelices majaderos sin practica ninguna y por eso nos tiene todos con sus dichas [mentiras] en esta oscuridad de saber si es cierto este alivio o no, y por eso estamos aguantando como aguantamos por estar en obscuras y con los ojos cerrados; y hoy por la gracia de mi dios por las bocas de nuestros mismos amos, y de otros que están interesados caballeros como de conciencia se lo han dicho a sus esclavos que les dicen no somos esclavos y con este motivo es que queremos desengañar nuestra ilusión no es con otro fin y esta confianza es que ocurrimos a [VSS] con la solicitud mayormente con la noticia que tenemos de que sus mercedes dicen que el pidiere al supuesto [Fral] será oído como sea cosa justa por eso nos postramos y les suplicamos a su mercedes se digne si es justo y lo hallaren por conveniente el manifestarnos la libertad que [por] nuestro señor nos mando por su misericordia y nos ha dado por lo que le pedimos a [VSS] nos perdonen lo mal formado de este libelo por nuestra ruda y poca capacidad y falta de razones y lugar […]. Pedimos nosotros los cautivos que se nos de a saber prontamente y para que conste firmamos cuatrocientos esclavos [firmas de los esclavos]. Ante Josef Vicente de la Calle secretario de cámara”.

No conocemos muchos documentos como este, del que se presentan sólo unos apartes, y aunque suponemos que, como todos, está mediado por el del escribano, resulta muy interesante en muchos aspectos. Iniciar diciendo que han sido informados y tienen urgencia de saber si es cierto o no que se ha declarado su libertad remite de nuevo a la eficacia de las palabras, la apelación a la consciencia de sus amos, tanto como la insistencia en que son “pobrecitos” están enmarcadas en el lenguaje patriarcal de la conmiseración, propio de la sociedad colonial; y la aclaración de que “no es por otro motivo” es presumible que busca desvanecer los miedos siempre presentes a los levan tamientos de esclavos. Es también extraordinario que se haya podido reunir ese número y sería muy interesante saber cómo lo hicieron, además del curso que tomó el asunto.

En otros lugares los esclavos se decidieron por la lealtad al rey, aparentemente muy influidos por las promesas de libertad de los realistas. Tal parece ser el caso de algunos de los esclavos mineros de las provincias de Raposo e Iscuandé, que desde 1811 fueron sentidos como una gran amenaza por el Cabildo de Cali y la Confederación de Ciudades del Valle del Cauca17.

En este sentido, el expediente de Gerónimo Torres, hermano del prócer Camilo Torres, y los esclavos de su mina en el río Micay puede ser muy ilustrativo18. En 1811, Gerónimo le escribió al gobernador Miguel Tacón informándole que la cuadrilla de esclavos de la mina de San Juan estaba sublevada porque les habían asegurado que él había declarado la libertad de los negros que se unieran a la causa realista19.

Según José Manuel Restrepo, ante la inminente confrontación con los patriotas, Miguel Tacón y el cabildo de Popayán decidieron decretar la libertad de los esclavos. En 1812, cuando Tacón fue derrotado en Iscuandé, cerca de 400 esclavos marchaban para unirse a la causa realista. A pesar de los intentos de los Torres por volver a ganar el control de la mina, éstos y muchos más esclavos de la región del Pacífico resistieron la arremetida de sus amos patriotas en nombre del rey. Ya en 1820, después de varios intentos de controlar la mina, Gerónimo Torres informaba que los esclavos se habían sublevado por una “fabula alarmante e incidiosa de que había venido a las Américas una reyna negra trayendo la libertad para los esclabos”20.

Al igual que en el caso anterior, aunque el lenguaje fue mediado por el procurador general y el escribano, los esclavos alegaban que gracias a su lealtad al rey debían obtener la libertad, como se los habían prometido en el decreto sancionado por el gobernador Tacón.

Las mujeres fueron excluidas formalmente de la ciudadanía. En el Diario Político aparecen, especialmente en los primeros días, en las plazas con referencias heroicas o románticas:

“Una mujer cuyo nombre ignoramos, y que sentimos no inmortalizar en este Diario, reunió a muchas de su sexo, y a su presencia tomó la mano de su hijo, le dio la bendición, y dijo: Ve a morir con los hombres; nosotras las mujeres (volviéndose a las que le rodeaban) marchemos adelante, presentemos nuestros pechos al cañón; que la metralla descargue sobre nosotras, y los hombres que nos siguen y a quienes hemos salvado de la primer descarga, pasen sobre nuestros cadáveres, que se apoderen de la Artillería y libren la Patria”. (Diario Político de Santafé, III)

Por supuesto, fueron muchas las que resultaron acusadas y condenadas por los realistas durante la reconquista por espionaje, por pertenecer a redes, por esconder patriotas en sus casas o auxiliar de diversas maneras a los soldados. En la prensa y en los diarios se reseñan los gestos singulares y extraordinarios de algunas de ellas o de los colectivos, se las exhorta y ensalza como madres de ciudadanos o de soldados patriotas y se publica correspondencia real o ficticia con damas. Se podría decir que no estuvieron completamente excluidas de esa esfera pública temporal que se estableció con la Independencia. Ellas habían concurrido desde el principio a las plazas, algunas se distinguieron por sus gestos atrevidos hacia los gobernantes españoles, como Águeda Gallardo en Pamplona, otras hicieron parte de redes revolucionarias como Policarpa Salavarrieta, Mercedes Abrego y las Almeida, muchas mandaron a sus hijos a la guerra, unas acompañaron a las tropas y otras las apoyaron con sus bienes, como Antonia Santos. No obstante, su intervención inquietó a muchos hombres por considerarla indebida21

Se encuentran algunos casos de mujeres del común involucradas por sí mismas en los procesos judiciales, demandando que se cumpla lo que dice la Constitución sobre derechos para los ciudadanos. Aunque las mujeres no obtuvieron un trato mejor por los jueces de la república, pues según se ve fue frecuente que cuando eran acusadas se les endilgara la falta de sumisión a sus maridos y conductas inmorales, algunas de ellas fueron muy enfáticas en exigir el cumplimiento de los derechos proclamados en las constituciones.

Por ejemplo, una liberta, argumentando que los Derechos del Hombre son también para los miserables: en 1824 María Melchora Ortiz, liberta, se queja del gobernador de Mariquita porque su marido, sin haber cometido delito, ha sido puesto preso en Honda, en términos de “que cuando comenzábamos a gozar de la libertad y de los preciosos derechos de ciudadanos, de repente nos hemos visto atropellados y hecho juguete de su arbitrariedad… El tribunal ha visto hollada la constitución atropellando la seguridad individual garantida por nuestras leyes a no ser que se quiera decir que estas leyes son solamente en favor de los poderosos y que los imprescriptibles derechos del hombre no son para los miserables”. (Archivo General de la Nación, legajo 38, f. 318)

O una indígena como Manuela Simancas, quien en Arjona, el 20 de septiembre de 1825, dirigió una representación al presidente encargado del Supremo Poder Ejecutivo en la que pidió que se liberara a su esposo, pues ya había cumplido su pena, pero el juez la envió ante el mismo que lo había condenado.

“Manuela Simancas, ciudadana de esta parroquia de Arjona, esposa de Torres preso en la cárcel publica de Cartagena, […] Si las leyes de Colombia no se sancionan por justicia y con solo el objeto de presentarlas delante de la nación, en papeles impresos, yo espero que vuestra excelencia se dignara a oír esta queja y por su merito que esta bastantemente justificado me otorgue lo solicitado. Yo me glorío de vivir en un gobierno filantrópico y que por sus principios se dedica a proteger al ciudadano”. (Archivo General de la Nación, sección República, Fondo Indios, tomo único, folio 70r y ss)

Por supuesto, no se puede dejar de notar que en ambos casos ellas están demandando los derechos de ciudadanía de sus esposos y que es muy probable que haya habido una mediación de un abogado que pusiera en boca de estas mujeres las palabras de reclamo sobre el alcance de la Constitución. No obstante, es también notable que el hecho de escribir ella misma, en el caso de Manuela Simancas, y de firmar solicitudes en ambos casos usando tan adecuadamente el nuevo lenguaje de derechos, supone algún grado de apropiación.

15 Los censos generales desde 1778 tienden a agrupar a todos los mestizos de diferentes mezclas como libres o libres de todos los colores, término este último tomado de los Batallones de Milicias organizados por los reformadores borbónicos quienes se dieron cuenta de la dificultad de una clasificación más precisa.

16 Gina Cabarcas Macia (2009), Justicia, lenguaje y poder: ciudadanos pero indígenas, Colombia 1820-1850. Tesis de maestría en Historia, Bogotá, Uniandes. Para trabajos recientes sobre la participación de indígenas ver: Steniar Saether (2005), Identidades e independencia en Santa Marta y Rioacha, 1750-1850, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, y Jairo Gutiérrez (2007), Los indios de Pasto contra la República, 1809-1824, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia.

17 Actas publicadas en Alfonso Zawadzky, Las Ciudades Confederadas del Valle del Cauca, pp. 91-124.

18 Juan Ignacio Arboleda Niño (2006), Entre la libertad y la sumisión, Bogotá, Universidad de los Andes CESO. Para trabajos recientes sobre la participación de los afrocolombianos, ver: Aline Helg (2004), Liberty and equality in Caribbean Colombia, 1770-1835, The University of North Carolina Press, Chapel Hill; Alfonso Múnera (1998), El fracaso de la nación, El Áncora Editores; Marixa Lasso (2007), Myths of harmony: race and republicanism during the age of revolution, Colombia 1795-1831, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press; Óscar Almario (2005), La invención del sur occidente colombiano, Medellín, Universidad Pontifica Bolivariana.

19 Archivo Central del Cauca, Independencia, C III – 2g, signatura: 6597.

20 Archivo Central del Cauca, Independencia, C III – 2g, signatura: 6596 y 6598.

21 Martha Lux Martelo (2010), “Las mujeres de la Independencia de la Nueva Granada: acciones y contribuciones”, en Historia que no cesa. La Independencia de Colombia 1780-1830, Bogotá, Universidad del Rosario. Para trabajos recientes sobre la participación de las mujeres ver: Evelyn Cherpak (1995), “Las mujeres de la Independencia. Sus acciones y sus contribuciones”, en Magdala Velásquez Toro (dir. académica), Las mujeres en la historia de Colombia, tomo I (Mujeres, historia y política), Bogotá, Presidencia de la República y grupo editorial Norma; Beatriz Castro (1995), “Policarpa Salavarrieta”, en Magdala Velásquez Toro (dir. académica), Las mujeres en la historia de Colombia, tomo I (Mujeres, historia y política), Bogotá, Presidencia de la República y grupo editorial Norma; Rebecca Earle (2000), “Rape and the anxious Republic. Revolutionary Colombia, 1819-1830”, en Elizabeth Dore y Maxine Molyneux (ed.), Hidden histories of gender and the state in Latin America, Durham, University Press; María Himelda Ramírez (2000), Las mujeres y la sociedad colonial en Santa Fe de Bogotá, 1750-1810, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia; Pamela Murray (2010), For glory and Bolivar: the remarkable life of Manuela Sáenz, Texas, University of Texas Press.