Las mujeres árabes

Como muchas mujeres en el mundo, las inmigrantes árabes que llegaron al país estuvieron a la altura de las circunstancias. Mientras sus esposos se dedicaban al comercio, ellas fueron una vez más el soporte de la familia, las que preparaban todo para que sus esposos y sus hijos tuvieran la tranquilidad del mantenimiento de sus ritmos de vida, las que les recordaban sus orígenes y su lengua, pero también las que los ayudaron a insertarse en este mundo nuevo tan lleno de retos y dificultades.

Desde las trastiendas de los almacenes, ante la partida de sus esposos que se ausentaban varios meses del hogar en la búsqueda de nuevos mercados, ellas administraban los empleados y el negocio muchas veces sin siquiera hablar el idioma o dominando solo las palabras básicas de esta lengua.

Educaron a sus hijos, fueron el sostén de la familia y de manera silenciosa pero paulatina se convirtieron en protagónicas en la vida familiar y comercial, estudiaron y con los años fueron profesionales, artistas, comerciantes e innumerables oficios en los que se han desempeñado de manera eficiente y en muchos casos creativa.

Queremos aclarar que las que no se nombran no se olvidan y, desde este lugar, desde esta nube cibernética, les rendimos un cálido homenaje.



Hacemos parte de un árbol cuyas ramas están unidas por la memoria y la memoria es más potente que cualquier territorio porque vive sin importarle ni el pasado ni el presente, porque no es una línea recta que viene de abajo para arriba, ni del sur al norte, ni de oriente para el occidente. Como un personaje travieso, llega cuando quiere y donde no se la espera. Se escapa cuando se la busca, se viste de rojo cuando quiere mostrarse verde. Incluso cuando se disfraza de olvido ella siempre está presente.

En mi memoria están todas y yo soy la memoria de todas y cada una. Somos nudos de un inmenso tapete sobre el que anudamos nuestras vidas. En nuestra memoria confluyen muchos tiempos. Una música nostálgica nos ha acompañado desde los primeros recuerdos como algo que no tiene cuerpo pero si presencia. Cuando éramos pequeñas (bueno, ahora también) y leíamos sobre los fenicios y el mar, sentíamos que a pesar de no conocerlos los conocíamos, que aunque nunca habíamos estado en Belén, añorábamos sus calles, que Damasco, la inolvidable, siempre estuvo en nuestros sueños.

Somos flores de un árbol plantado en oriente y florecido en occidente.

Somos mezclas de samanes con cedros, de un colibrí con un Palestina sunbird, de la cordillera del Líbano con la de los Andes, del valle de Bekaa con el valle del Magdalena, de los fenicios con los zenúes, del dabke con la cumbia y el mapalé, del mar Mediterráneo con el mar Caribe, del jazmín con la buganvilia. Aquí estamos las bisabuelas, las abuelas, las madres y las nietas contando nuestras historias.

Aquí estamos en Colombia, porque nuestro árbol está entrecruzado con las ramas de otros igual de fuertes, porque seguramente en el fondo de la tierra las raíces de estos árboles conversan.