— JOSÉ ROCA
[…]las plantas interfieren en la historia moral y política del hombre; si ciertamente la historia de los objetos naturales sólo se puede considerar como una descripción de la naturaleza, no es menos cierto —según la definición de un pensador profundo— que los mismos cambios de la naturaleza adquieren un carácter legítimamente histórico si ejercen influencia sobre los acontecimientos humanos.
Humboldt y Bonpland, Ideas para una geografía de las plantas, 1803.
Muy probablemente el verdadero descubrimiento de América
tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XVIII,
cuando las expediciones científicas europeas viajaron al
Nuevo Mundo con la intención de cartografiar el territorio y
clasificar su fauna y su flora. A pesar de que el interés de los
viajeros (esa rara combinación entre artista y científico) estaba
enfocado principalmente hacia la geografía, la zoología
y la botánica, ninguno pudo evitar ejercer un juicio crítico
sobre las estructuras políticas y sociales que encontraron en
sus viajes, como lo evidenciaron, invariablemente, en sus
diarios y en la correspondencia que sostenían con Europa.
La fascinación con el paisaje y la flora exuberantes contrastaba
con la condescendencia y el desdén frente a las sociedades
que encontraron; en el siglo XIX muchas de ellas estaban
justamente en el proceso de establecer su identidad como
nación, en medio de luchas internas por el poder.
Las observaciones de los viajeros sobre los grupos
étnicos, por ejemplo, apoyaron la estratificación social
derivada de la conquista y la esclavitud, en la que los grupos
indígenas y negros ocupaban la escala más baja de la
pirámide social y en la cual se ascendía en función de la
cercanía con la raza y el modelo cultural europeos. Parte
de la tragedia derivada de esta “nueva conquista” fue que
por la vía de la mirada científica (acaso más contundente
—debido a su pretendida objetividad y universalidad—
que la ideología religiosa que acompañó la primera) se
consolidó un orden social basado en la exclusión, estableciendo
una hegemonía en donde desigualdades e injusticias
evidentes desde una perspectiva actual fueron posicionadas
como el orden natural de las cosas, un orden
natural e incuestionable. De allí sin duda parten muchas
de las disfuncionalidades sociales que han caracterizado
nuestra difícil historia poscolonial.
El tema de la violencia había sido tratado de manera aislada
en el arte colombiano desde los años sesenta, pero en
el último decenio ha devenido recurrente; en el caso de artistas
como Beatriz González, Doris Salcedo, José Alejandro
Restrepo, Miguel Ángel Rojas o Juan Manuel Echavarría se
ha convertido en un componente insoslayable de su propuesta
artística. Pero el carácter de denuncia que aparecía
en la distorsión expresionista de la pintura de los sesentas
y en la gráfica política de la década de los setenta es abandonado
y se privilegia una aproximación más sutil, alegórica
y paradojicamente más “estética”.
En un contexto en donde
las imágenes crudas han perdido, a fuerza de ser vistas,
su capacidad de conmover, la estetización de las imágenes
violentas logra, por contraste, devolverle a la imagen su visibilidad.
Y si la imagen de la muerte se ha estetizado, ¿qué
mejor símbolo que la flor, que se asocia en todas las culturas
a lo bello, y en muchas de ellas a los ritos funerarios? No deja
de ser sintomático que la imagen de la flor y el interés por la
botánica en general reaparezcan en el arte colombiano en el
momento en que la guerra se hace más cruenta. Y así como
la mirada sobre el paisaje natural revela a la vez el escenario
de la confrontación, la flor se sustituye metonímicamente a
la muerte, su directa consecuencia.
El interés por la botánica, ciencia identificada en el
imaginario colectivo con la empresa clasificatoria de la
Ilustración, ha resurgido como tema y como estrategia
artística en Colombia. Pero allí donde los viajeros vieron
el signo de una naturaleza salvaje, pre-cultural, los artistas
contemporáneos identifican los efectos a largo plazo de un
modelo económico trasplantado (no hay que olvidar que
las empresas científicas establecieron las bases para la explotación
de los recursos naturales de las colonias) y de las
asimetrías en la distribución de la riqueza que conllevó su
aplicación. El territorio que cartografían es también distinto,
transformado por casi dos siglos de guerras internas de
diversa intensidad. Todas las manifestaciones posibles de
la violencia han tenido lugar en el territorio colombiano,
desde las luchas fratricidas por instaurar el modelo político
de la nación hasta la violencia multiforme y anárquica de
hoy, pasando por las luchas bipartidistas, la violencia de la
dictadura militar, el terrorismo de estado, el terrorismo de
izquierda, la violencia del narcotráfico. No es casual que en
un momento de nuestra historia se propusiera como la flor
nacional de Colombia al anturio negro: una variedad particularmente
fúnebre de esta flor comúnmente utilizada
en los rituales mortuorios. Flora necrológica, taxonomía
social, botánica política. Ante la magnitud de los actos de
barbarie, sólo la imagen más estetizante parece ser capaz
de recobrar, por oposición, un sentido crítico.
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1. Fragmento de un artículo publicado en la revista Lápiz, diciembre, 2001.