ARTÍCULO DEL DOCTOR ALBERTO LLERAS CAMARGO SOBRE RELACIONES DROGA POLÍTICA BILATERAL ESTADOS UNIDOS- COLOMBIA PUBLICADO EN 1.979
En febrero de 1979, cuando los comerciantes de la nueva era no pasaban de ser materia de burla y folclor en los salones, Alberto Lleras Camargo publicó en El Tiempo la columna que reproducimos. El ex presidente conocía, como pocos, a los Estados Unidos y tuvo la claridad suficiente para advertir que no sólo estaban en busca de un chivo expiatorio, sino que rápidamente lo encontrarían.
El informe de Time sobre "The Colombian Connection", en el cual se nos concede el dudoso honor de estar narcotizando, envenenando y corrompiendo a millones de norteamericanos, ya va camino de todos los archivos, todos los computadores especializados, todas las fuentes de información sobre nuestro país y la América Latina, y se seguirá usando por los próximos diez años, o más, en las universidades, en las escuelas, en los colegios de segunda enseñanza y dondequiera que alguien quiera saber qué pasa con Colombia, después de la guerra no declarada donde murieron trescientos mil colombianos, que es el dato más próximo sobre nuestra existencia.
La guerra y la droga teñirán la reputación de nuestros compatriotas en ese tiempo futuro. Y cuando un senador, o un representante de los Estados Unidos, o un pedagogo europeo, o un geógrafo de cualquier parte del mundo necesite saber algo de Colombia, allí se enterará de nuestra perniciosa influencia sobre una sociedad en su mayor parte blanca, anglosajona y protestante, influencia que en pocos años sustituyó a la de Francia y México en el mercado mundial de la marihuana y de la cocaína, e inventó los más audaces y mejores métodos para llegar hasta el corazón de un pueblo honesto y puritano con sus barcos, sus aviones, sus mafias, sus asesinos, sus contrabandistas, sus mulas y toda la parafernalia de la deletérea contaminación de nuestro tiempo.
Habrá, sin duda, algunos países que descansen de una tradicional reputación de gente azarosa y criminal. Por ejemplo, Italia y sus sicilianos, a quienes hasta ahora se suponía los grandes corruptores de los Estados Unidos, desde el momento en que éstos decidieron no permitir a los honrados ciudadanos beber whisky o licores fuertes y dieron pie para que se formaran las mafias celebérrimas de Chicago, Nueva York, Los Ángeles, de triste memoria, que montaron la organización para dañar a América, la bella, y empantanar su reputación internacional con los asesinatos y venganzas del negocio organizado de la prohibición.
O como "The French Connection", antecesora de la nuestra, por donde entraban las drogas de Baudelaire y los poetas y escritores malditos desde París y Marsella para dañar una civilización cándida y adicta a la leche. O como la ingeniosa conexión del Extremo Oriente que pervirtió a casi un millón de soldados americanos, jóvenes de apenas dieciocho años que, comprometidos a defender el honor nacional en Indochina, trajeron de regreso de una guerra sucia la afición a la heroína más pura que introducían en las filas los aliados y los enemigos orientales nativos, con el propósito de desmoralizarlos. Ahora, para colmo de desventuras, un pequeño país de Suramérica se ha convertido en la desvergonzada conexión para corromper a las autoridades de aduana, pasar sobre la vigilancia aérea de las fronteras y llegar a la mafia colombiana de Jackson Heights, en Nueva York, desde la cual se distribuyen marihuana y cocaína por valor de miles de millones de dólares al inmenso territorio continental. Tan grave la influencia y desmoralización que se está originando que ya hay en Hawai, territorio insular y estado de los Estados Unidos, prodigiosas siembras tecnificadas de marihuana que producen alrededor de un 5% de la droga para enviada al continente, en competencia abierta con las plantaciones de Oregón y otros estados, y ni la policía, y ni siquiera McGarret, de Hawai 5-0, han logrado reducir el abominable tráfico, sustitutivo de las piñas fabulosas que enriquecieron a muchos millonarios.
Algunos escépticos y cínicos los Estados Unidos atribuyen estos hechos a la mala política de su nación en el tratamiento de las drogas. Uno de ellos, Gore Vidal, por ejemplo, dice que el buró de narcóticos y las leyes de policía sobre la materia han creado el problema, y que es sorprendente que en donde no se lucha, como en Inglaterra, contra el tráfico de drogas, éste no existe y su control está encomendado a los médicos, que autorizan a los adictos a comprar en una farmacia, a precios reducidos, la pequeña cuota personal. La mafia, claro, no puede entrar en ese negocio, porque no hay negocio. La política de los Estados Unidos, oficialmente, era hasta hace pocos meses la antagónica. Según declaró un asesor de la Casa Blanca, consistía en elevar el precio de las drogas, persiguiéndolas con todos los elementos de la policía, la guardia costanera, los servicios secretos, para que sólo estuviera al alcance de las clases más ricas. La mafia debió ver el negocio y entró con entusiasmo a buscar drogas dondequiera y a llevadas a los Estados Unidos, donde se valorizaban automáticamente de manera inverosímil.
El negocio pagaba la corrupción en todas partes, y los barcos, los aviones, las siembras de marihuana y cocaína, el establecimiento de laboratorios sofisticados en los países en desarrollo, la compra de autoridades, porque el socio involuntario era el organismo represivo de los Estados Unidos, que elevaba el precio de las drogas como una finalidad última de su trabajo, para quitarles la tentación a los adictos pobres.
Con su afición a las estadísticas, Gore Vidal sostiene que con su política, Inglaterra, con una población de más de cincuenta y cinco millones, tiene 1.800 adictos a la heroína, al paso que los Estados Unidos, con más de doscientos millones, tiene quinientos mil. Comoquiera que sea, Inglaterra no parece tener un problema de drogas, ni de mafias, ni de fantásticas conexiones mundiales para destruir la moral del pueblo británico. La mafia, y su consecuencia, la policía, están fuera del juego.
Y la prensa no tiene que dedicar tantos esfuerzos de investigación y tanto despliegue para atribuir periódicamente a uno u otro país el desorden que las drogas introdujeron súbitamente al suyo, apacible y tranquilo en los días de Eisenhower. Tampoco supo el veterano soldado de la guerra de Europa que decisiones de su gobierno podrían iniciar ese desastre nacional, cuando se enviara a jóvenes a pervertirse en la Indochina. De todas maneras algo anda mal, pero no por la Colombian Connection, que sería otro caso de un país pervertido por la mafia de las drogas, y no, súbitamente, un maestro de corrupción internacional. La coca, que solía masticar una minoría indígena en nuestras montañas aisladas, se convirtió en un artículo de lujo gracias a la política del gobierno norteamericano. Poco tuvimos que ver con ella, ni en sus orígenes, ni en sus fatales resultados. Pero ahora somos "The Colombian Connection".
Bogotá, D.C., Julio 17 de 2.006 |