EL ARTISTA

Por Claudia Ángel Macrina - Grupo de guías de los Museos y Colecciones de Arte del Banco de la República

“…un día, sin embargo, una forma de otro tipo, una figura accidental lograda por las fisuras de una caverna, trajo a este prístino observador, la memoria de otro viviente; un animal sometido en el pasado, durante una caza gloriosa. La figura del animal, se consumió a través de la imaginación de este hombre a medida que ganaba moción y aliento; pronto, una narrativa completa se desplegó ante sus ojos. Luego, esta rica memoria emocional, se detuvo súbitamente, y nuevamente dio lugar a la pared—la planicie de la figura y la cruda naturaleza accidental de su hechura. ”

Desde la nostalgia por su abuela Ana, quien memorizando las formas de los "extraños signos" en los libros de colegio de sus hijos, aprendió a leer; pasando por los ideogramas, y jeroglíficos que invadían sus cuadernos de tercer grado, cuando aún no aprendía a escribir como el resto de sus compañeros, hasta su primer empleo, ideando una estrategia para que los avisos de publicidad fueran legibles a la distancia y velocidad de un conductor de carro; el problema de las formas que se vuelven signo, que cobran un sentido—en últimas, el problema de la representación—ha sido una constante en la vida, reflexiones y carrera del artista Vik Muniz (Brasil, 1961).

De joven, dicha carrera aguardaba un punto de viraje definitivo: un disparo en una pierna. El resultado de las súplicas de su agresor, para que Muniz no presentara cargos, sería un tiquete a Estados Unidos. A sus 22 años, Vicente José de Oliveira Muniz dejó su natal São Paulo para iniciar una nueva vida en el exterior, aventurarse en los empleos más diversos y eventualmente, elaborar y firmar pinturas bajo el nombre de "Blanchard", un falso pintor belga "educado en una prestigiosa escuela inglesa", cuyas pinturas eran vendidas en una marquetería, dedicada a legitimar con fraudulentas biografías de antiguos maestros europeos, lienzos pintados realmente por artesanos chinos, o en su defecto, por el joven Vik.

Entretanto, el ocio de Muniz transcurría en los museos de Nueva York. En una ocasión, atraído por una multitudinaria fila para ver el retrato pintado por Rubens de su pequeña hija, Clara Serena, Muniz pudo observar cómo cientos de personas se acercaban a la obra. Como si estuvieran instruidos por una marca invisible en el piso, se paraban en el punto exacto, donde les era posible negociar entre la superficie del trabajo y el retrato de la niña—ese perfecto punto en el cual, una configuración de manchas, de pigmento y óleo, encarnaban finalmente el alma de una pequeña.

Ante los ojos de Muniz, se trataba en realidad de un tenso momento de transformación, un momento sublime, donde la percepción del espectador se veía súbitamente comprometida al convertir las formas en signo y representación. Un momento donde a su vez, el objeto de arte, dejaba de ser un inanimado y triste pedazo de materia colgando en la oscuridad, y adquiría, gracias a la percepción de su espectador, un sentido, se transformaba en lenguaje.

Muniz trabajaría desde entonces retando al espectador en este preciso momento de transformación, presentándole una identidad ambigua que hiciera patinar su percepción. Así surge Reliquias (1989), una de las primeras propuestas del artista. Aparentes objetos ancestrales, o "hallazgos arqueológicos", con irrisorios rastros de contemporaneidad, engañarían—en fracciones de segundo—la percepción del espectador, quien pronto se vería arrojado al humor y absurdo que con frecuencia caracteriza la obra de Muniz. Sin embargo, esta broma no era suficiente…

En la búsqueda de nuevas y más contundentes formas de comprometer la percepción del espectador, Muniz retomó la facilidad y ocio con que nos aventuramos a imbuir de representación elementos tan sencillos e indeterminados como las nubes. Atando algodón con hilo de pescar, Muniz le daría a esta romántica práctica un matiz truculento. Procurando formas concretas—desde la de un "puerquito" hasta un hombre remando—Muniz fotografió los pequeños bultos de algodón, con la luz y el enfoque precisos para que simularan etéreas nubes en las impresiones fotográficas. Desde luego, las intenciones de Muniz iban más allá de producir un mero engaño al espectador. El artista quería situarlo frente a un modelo evidentemente ambiguo, que lo conllevara a barajar múltiples lecturas sin llegar a una conclusión: "o bien fotografías de nubes, o bien bultos de algodón, o bien… un puerquito.

En su obra, Muniz nos sitúa frente a un objeto, cuya identidad indecisa, nos hace conscientes de nuestro propio acto de percepción. Es decir, la incertidumbre del objeto, nos hace cuestionarnos por lo que estamos viendo. Tomamos distancia y somos conducidos a una experiencia con la imagen, que va más allá del mero ilusionismo de la representación. Muniz nos propone un fallo—un "corto circuito" —para entender que precisamente estamos ahí, ante ese momento de percepción, y lo experimentemos.

Eventualmente, lo que en principio fueron bultos de algodón, nubes y formas, se transformaría en un juego con la simultaneidad de medios. Empleando puntillas, azúcar, chocolate, caviar, mermelada o inclusive salsa de espaguetis para dibujar, pintar y luego fotografiar, Muniz nos invita nuevamente a preguntarnos: "¿Qué estamos viendo?", "¿Una fotografía camuflada de pintura, o una pintura camuflada de fotografía?", "¿La pintura de una fotografía, fotografiada nuevamente?", "¿Es la fotografía de otra fotografía, elaborada en otro material?". De manera inconclusa, el artista nos sitúa ante una experiencia que algunos críticos han calificado como una aporía, una dificultad lógica irresoluble , en este caso, entre los medios que confluyen en la imagen.

Ahora bien, más allá de los juegos perceptuales que nos plantea, Muniz no niega su gusto por untarse, impregnarse y fascinarse en el mundo de lo matérico ; de hecho, no niega su simpatía por el norteamericano Bob Ross y su tradicional programa teletransmitido, El Placer de pintar. Todas las mañanas, un paisaje nace en la pintura, bajo instrucciones semejantes a las de la receta de una torta; cientos de aficionados frente a la pantalla de TV se aventuran al éxito o al fracaso de su propio ensayo. En lo que para algunos sería un "atropello a la creatividad", Muniz ve el esencial y primario gusto de "sólo pintar" sin importar la inventiva. Muniz lo valora, como la casi escatológica sensación de placer "hacia el mojado y resbaloso color de la pintura, corriendo contra un terso lienzo, y colándose por entre las finas fibras de un pincel" . Es esta misma sensorialidad la que experimenta Muniz, por medio de sus inusuales materiales.

Desde esta perspectiva, Muniz no se considera un pintor o dibujante, es decir, en realidad no le interesa reunir unos criterios de estilo u originalidad en lo que hace, le interesa abandonarse al placer de lo material. Y nada mejor para ello, que copiar lo que ya se ha hecho en la historia del arte. De esta manera, Muniz se zafa de la invención, el genio, la inspiración y otros mitos modernos , y retomando una palabra que tiene origen en la informática y se refiere al acto de traducir y pasar una imagen a otro medio, Muniz habla a menudo de "renderizar" para explicar el traspaso a un material no convencional. Esta práctica de traducción, no es nada ajena a otros artistas contemporáneos y de importante influencia como Gerhard Richter, quien con sus foto-pinturas encontró también una alternativa para olvidarse de nociones imperantes en la pintura moderna como "color, composición, espacio", y aventurarse así hacia nuevas reflexiones sobre las imágenes.

Sin embargo, más allá de liberarse del acto creativo "renderizando", y de permitirse el gusto por lo material, en Vik Muniz todo converge hacia una experimentación con el espectador. Además de la multiplicidad de materiales extraños y su astuta o jocosa relación con el tema representado, o de los proyectos en los cuales ha abordado críticas realidades sociales referentes a la infancia, como en Niños de azúcar (1996), Aftermath (1998) o Mónadas (2003); o comentarios a los medios de comunicación, en series como Imágenes de tinta (2000) o Imágenes de revistas (2003), o trabajos en los que ha hecho alusiones a la cultura pop, como en Imágenes de caviar (2004) o Imágenes de diamantes (2004); más allá de su deleite con la historia del arte, y las múltiples anécdotas que han inspirado sus trabajos; todo lo cual, hace de Muniz un artista rico en curiosidades y preocupaciones. Lo que el artista nos presenta finalmente son los resultados de lo que podríamos definir como un laboratorio visual, donde, desde sus orígenes, hay un persistente deseo de juego con el espectador. Lo demuestran así trabajos ya avanzados de su carrera como Earthworks (2002), en el que los registros fotográficos originales de obras land art—como Spiral Jetty de Robert Smithson—se vuelven indistinguibles de fotografías tomadas a maquetas de pequeña escala, elaboradas por el mismo Muniz, o Nubes Nubes (2001) donde, de nuevo una nube, se nos plantea simultáneamente como realidad y como representación.

Ni pintor, ni dibujante o fotógrafo, más bien, un mediador entre materia y mente, entre realidad física y percepción. Muniz puede ser visto como un investigador visual, quien entre sustancias, medios y artimañas, llega a interesantes cuestionamientos sobre el mundo de las imágenes, la representación y la percepción; e interfiriendo en las mismas, nos reta así, en nuestra propia credulidad frente al mundo visual. ¿Qué tan lejos llegamos en nuestro deseo de creerle a las imágenes? En sus obras, Muniz nos invita a experimentar el artificio de su engaño; en el día a día, nos permitimos su dulce ilusión. Muniz, aparente amante de las imágenes, sospecha también de ellas—como quizás también lo hicieron en su momento, los eventuales compradores de Blanchard.