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Talleres de crónicas barriales "Antología"

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Antología de las crónicas barriales.

La antología editada por el Archivo de Bogotá publica el resultado de las sesiones sabatinas que se realizaron en seis bibliotecas públicas de la ciudad y bajo la orientación de nueve talleristas y recoge los microcosmos que exploraron 39 jóvenes desde personalísimos y desprejuiciados puntos de vista, o desde las voces de sus personajes, casi siempre anónimos y poco trajinados en los medios de comunicación.

El historiador Germán Mejía Pavony, ex director del Archivo de Bogotá, fue el encargado de presentar la “Antología de los talleres de crónicas barriales” el 1º de abril de 2008 en la Biblioteca Luis Ángel Arango.


Prólogo

“Escribir con los cinco sentidos” (estar, ver, oir, compartir y pensar), como decía el maestro Kapucinski. Descubrir con otros ojos las calles que se suelen recorrer, los lugares de encuentro y los personajes que de tan conocidos ya hacen parte del paisaje cotidiano fue el intento de los jóvenes autores que publicamos en este primer volumen de los Talleres de crónicas barriales, una cartografía de Bogotá desde sus cuatro puntos cardinales, en 39 relatos.

De los 120 jóvenes entre los 17 y los 23 años, que fueron seleccionados en la primera convocatoria de 2007, más de 50 concluyeron el proceso de capacitación en las técnicas básicas de la investigación y del lenguaje periodístico, y entregaron su crónica de largo, mediano, pero siempre inspirado aliento. En este libro se recogen los microcosmos que exploraron desde personalísimos y desprejuiciados puntos de vista, o desde las voces de sus personajes, casi siempre anónimos y poco trajinados en los medios de comunicación.

La mayoría de los seleccionados son estudiantes de universidades públicas de Bogotá y cursan carreras humanísticas y técnicas, pero también hay de universidades privadas y de colegios distritales, y algunos se ganan la vida en oficios varios, pero en sus ratos libres escriben novelas prometedoras. Identificar esos talentos y potenciales cronistas era también un propósito del programa. Juntar en un salón a jóvenes de tan disímil procedencia fue una interesante experiencia de movilidad social; más cuando allí, al calor de los consejos de redacción donde se arman y se desarman las historias, y se comparten lecturas, vivencias y fuentes, se formaron espontáneamente grupos para seguir trabajando en proyectos periodísticos.

Estas crónicas —agrupadas temáticamente en personajes, lugares, prácticas y oficios y memorias de sucesos— rezuman un fuerte arraigo e identidad barrial que los jóvenes expresan con orgullo (viven allí desde niños, al igual que lo hicieron sus padres). Relacionan los problemas de la vida cotidiana (servicios públicos, transporte, vías, drogas, inseguridad, entre otros), pero no se irían a vivir a otra parte. Al fin y al cabo, como apuntan algunos, quienes verdaderamente habitan el barrio son los jóvenes y los ancianos, porque la mayoría de los padres salen de madrugada a trabajar y regresan en la noche.

Paradójicamente, muchos expresaron en tonos nostálgicos la pérdida de la fisonomía de sus barrios de infancia, transformados por el paso del progreso y convertidos en “no lugares”. Un joven recorre desde el amanecer los caminos que bordean el Humedal de El Burro, pasando por la biblioteca El Tintal, y descubre las huellas dejadas por sus habitantes, como el perro Bruno, sepultado a la sombra de un árbol. Mientras los habitantes del Modelo luchan por preservar los antiguos urapanes, aunque invadan las casas y fracturen el pavimento con sus raíces, como lo registra una joven historiadora. Ahora, con el pretexto de un asesinato que ocurrió en una panadería de La Uribe, un joven novelista narra cómo también se fue muriendo el barrio arrasado por el cemento. Y una chica cuenta cómo 15 años atrás, el cierre del antiguo puente que comunicaba su barrio San Antonio con la calle 182, perjudicó a toda la comunidad. Un atajo de la Bogotá rural que se perdió, la de los barrios que comenzaron con el loteo de grandes haciendas.

A propósito, esa línea fronteriza entre las costumbres urbanas y pueblerinas sobresale en algunas historias, como la de las guaraperías de San Fernando, con sus tradicionales juegos de turmequé, rana y cucunubá, amenizados por música cross over (desde rancheras y baladas hasta rap y metálica); o los habituales partidos de fútbol que sirven de solaz a los obreros en las canchas de barrio, o a los ejecutivos en las canchas cerradas de moda.
También figura una tradición muy capitalina, la de la Navidad en Ciudad Montes, a punto de desaparecer por la inseguridad del sector y la indiferencia de las nuevas generaciones.

La Bogotá antigua palpita en la crónica de un habitante de San Cristóbal, que en diálogo con las abuelas que trabajaron en las primeras fábricas recobra esa memoria con leyenda urbana incluida (la del obrero que construyó en tres días con sus noches el buitrón de La Sidel, en lo que se consideró un “pacto con el diablo”). Otra joven se encuentra con los descendientes directos de los muiscas en la vereda de San Bernardino, en Bosa, donde antes existió el resguardo indígena y ahora escasamente aparecen sus nombres ancestrales en los avisos de las funerarias.

En los mejores relatos se advierte el manejo de la técnica de observación, la descripción viva de espacios, escenas detalladas, control del tiempo (debidamente cronometrado), diálogos y hasta momentos de tensión. Muchos también acertaron con el uso de jergas y el registro de voces coloquiales que dan mayor veracidad a los relatos.

Por estas páginas pasan “El Patrón”, que en su patio de “máximo confort” de la Picota sigue en su ley; los reyes del volante, que ejercen su dominio en un parqueadero de buses, epicentro económico del barrio Sucre; los “midas” bogotanos, con su reino de joyerías en la calle sexta, que venden el “alma” del oro a los incautos; el enfermo de sida que abandonó su condición de oveja negra y asumió la de pastor en un templo de San Andrecito de la 38; el agente de inteligencia infiltrado en El Cartucho que recuerda su hazaña; los muchachos de Egipto que prefirieron las rimas del rap a las balas; el librero de viejo que filosofa en su rincón bohemio de La Soledad; los bicitaxistas que pedalean por la subsistencia en contravía de la ley; los invidentes y discapacitados que sobreviven en las calles de la capital, indiferentes a sus limitaciones; las rebuscadoras de la rumba con tarifas estratificadas; los vecinos y comerciantes de la calle 46 Sur que se resisten al cambio de nomenclatura y acogen la multiculturalidad capitalina.

No faltaron la loca (Estela, la que defiende a los policías de la estación de Suba), el ‘ñero’ que perdió a Angie Cepeda, su perra consentida; el recolector de basuras en turno de la noche que el cronista sigue como su sombra hasta descubrir que en su anodino oficio también es posible encontrar el amor; Pedro Medina, el compositor del himno de Bogotá, que a sus 90 años sigue inspirado; la indígena del Ricaurte que fue modelo de Grau durante más de 20 años; madre e hijas de un metro escaso de estatura que engrandecen el barrio Modelia; dos vendedoras ambulantes, también madre e hija, que compiten mortalmente por la clientela en la misma cuadra; los empacadores de un gran supermercado que se disputan los carros más llenos y hasta los gallos que mueren en la arremetida desus picos para desgracia de los galleros del Alfonso López.

Sin contar las consabidas historias del conflicto armado, estos jóvenes retratan la violencia,sutil o brutal que tensiona la vida cotidiana de la gente común y silvestre. Pequeños o grandes dramas que no dan para titulares (“la muerte de una persona ya no significa nada”,apunta uno de ellos), pero conmocionan a los seres cercanos: el chico guapo del barrio que se volvió vicioso, al que buscan desesperadamente sus familiares y amigos del Bosque; los cinco ‘ñeros’ que vivían bajo el puente de la carrera séptima con 39 y una noche torrencial del último diciembre murieron arrastrados por el río Arzobispo, sin que el hecho clasificara para noticia. También con intención de denuncia, una crónica describe cómo se están hundiendo las casas de un conjunto del barrio San Mateo, en Soacha, construidas hace más de 20 años sobre terreno inestable.

Historiadores de la vida cotidiana y herederos del gran cronista santafereño del siglo XIX, J.M. Cordoves Moure, estos aprendices hicieron sus “reminiscencias” de Bogotá, menos santa en este siglo XXI, pero con raras devociones, como la del templo de Santa Marta —vecino al de Salomón—y mucha fe en esos párrocos que cumplen su apostolado, como el padre Mario, del barrio Girardot, que hace rifas entre los feligreses y paseos a Villeta con los jóvenes.

Y aunque la mayoría de historias tienen como escenario barrios populares del sur de la ciudad, unas pocas visibilizan la vida en los sectores más exclusivos de Rosales y Nogales.Una caminata ecológica por el sendero de la quebrada La Vieja —con guardaespaldas, guardabosques y timbres de celular que le compiten al canto matutino de los pájaros—, o las entrañas de un flamante edificio de El Nogal reveladas en las anécdotas e infidencias del personal de servicio demuestran otras posibilidades del género urbano, realzado por el tono irreverente e irónico.

En fin, noveles cronistas de la mayoría de localidades de Bogotá, trazan el mapa de sus afectos, intereses y preocupaciones de jóvenes de mundos diferentes, pero con la misma sensibilidad y el mismo interés por escribir historias absolutamente reales. Transmilenio pasa por muchos de sus relatos como inevitable medio de encuentro, de desplazamiento y de reconfiguración urbana; pero menos predecibles son las pequeñas coincidencias de una raza canina, French Poodle, que termina por igualar a sus amos de distintos estratossociales; o dos ovejas descarriadas que se volvieron pastores cristianos; o la Primero de Mayo, avenida recurrente en las historias; o la música metálica y del rap, sonido de fondo en varias historias. Pequeñas curiosidades que insinúan otros trayectos de lectura de la ciudad y sus gentes.

Aquí está entonces el resultado de seis sesiones sabatinas, en seis bibliotecas públicas de la ciudad y bajo la orientación de seis talleristas —también jóvenes periodistas de medios impresos— durante las cuales los asistentes vivieron la dinámica de los consejos de redacción donde se arman y se desarman las historias, compartieron lecturas y escucharon a maestros de la crónica —como Heriberto Fiorillo y Óscar Bustos— en la Biblioteca Luis Ángel Arango.

Los talleristas, que hicieron su escuela en la revista Directo Bogotá de la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Universidad Javeriana, mantuvieron un diálogo casi generacional con los asistentes a los talleres. El experimento consistía en que estas voces nuevas hicieran propuestas temáticas y estilísticas frescas, que marcaran alguna diferencia con las agendas habituales de los medios. Confiamos en que el lector nos dará la razón. Posiblemente también advertirá que no todas las piezas tienen la misma calidad de escritura, que incluso algunas presentan problemas de estructura o de lenguaje, pero aún en su imperfección encierran valor, por la fuerza de la historia o el enfoque peculiar o los testimonios o los pequeños detalles que las animan. Sólo ellos, metidos en la entraña de esos barrios que se resisten a desaparecer, pueden inventariarlos con ayuda, además, de su memoria.

En algunos textos tuvimos que torcerle el cuello al cisne por los excesos poéticos, y en otros castigamos los artificios literarios, porque la ficción mata la no ficción, que es el periodismo. Pero tratamos de respetar esa voz propia que muchos hicieron sentir, sobre todo en los finales, con reflexión y crítica explícita, a la manera de escritores comprometidos. Y como la crónica es un género esponjoso y permisivo, admitimos esas licencias.

Agradecemos a las entidades que hicieron posible esta experiencia: la Rectoría y la Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Universidad Javeriana, el Banco de la República con su biblioteca Luis Ángel Arango, el Archivo de Bogotá y la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte. Además, a las bibliotecas de la Biblored que prestaron sus sedes: Virgilio Barco, El Tintal, El Tunal, Usaquén y La Marichuela.

En el cierre de “Bogotá capital mundial del libro 2007”, durante la Feria Internacional del Libro de 2008, presentaremos el segundo volumen de los Talleres de Crónicas Barriales. Así completaremos esta memoria de la ciudad, primera vez mirada, escudriñada y contada por los jóvenes.


Maryluz Vallejo Mejía
Coordinadora Académica
Talleres de Crónicas Barriales
Universidad Javeriana

Este proyecto cuenta con el apoyo de las siguientes instituciones quienes unieron esfuerzos para organizar y divulgar el programa, realizar los talleres y editar la Antología de crónicas barriales: