Entramos después en un terreno algo más llano, donde la selva toma mayores proporciones; de pronto una enorme algazara producida por agudos chillidos me hizo levantar la cabeza hacia la copa de los árboles más corpulentos: era una legión de monos grises, llamados en el país churucos, que se divertía a mis expensas, lanzándome al paso ramas secas y puñados de semillas de los mismos árboles, gritando sin cesar y haciendo mil gestos y contorsiones. Por algunos momentos sostúvose una terrible lucha entre el instinto de destrucción, y un sentimiento de lástima, hacia aquellos pobres seres inofensivos: al fin el mal triunfó del bien, como sucede casi siempre; dirigí hacia ellos los cañones de mi escopeta; salió una bala y atravesó el brazo de un pobre mono, que, a pesar de la herida huyó saltando de árbol en árbol, chillando sin cesar de un modo lastimero y asiéndose de las ramas con la otra mano, las dos patas y la cola prensil y de una gran fuerza.
Entonces, enojado contra mí mismo, comprendí que aquella agresión no era un hecho inocente, y desistí de la persecución como de un mal pensamiento, a lo que contribuyeron no poco los demás churucos, que agrupándose alrededor de su compañero herido, querían como ayudarle a saltar y hacían coro a sus dolorosos lamentos. Me alejé de allí profunda y desagradablemente impresionado, y a las cuatro y media de la tarde llegué, el primero, al tambo, que distará apenas un kilómetro del río Duda, y que se levanta en medio de un desmonte reciente junto a un arroyuelo. Poco después llegaron mis compañeros y los criados con las cargas, trayendo un morrocoy, galápago o tortuga terrestre, de grandes dimensiones, que debía servir para una de nuestras comidas.
comprendí que aquella agresión no era un hecho inocente, y desistí de la persecución como de un mal pensamiento.