Medios y modos de viaje1870-01-06Sevilla, EspañaTomo I
Tan luego como el Gobierno aprobó mi proyecto, y me dio las instrucciones que creyó oportunas para el mejor éxito de mis gestiones, empecé a hacer los preparativos de viaje.
Acercábase la fiesta de Navidad, época de placeres domésticos y de goces íntimos para las familias; tenía adoptada mi determinación de embarcarme en Cádiz el primero de Enero, y era preciso detenerme algunos días en Sevilla, para dar un abrazo, antes de partir, a mi anciana madre y a mis hermanos, y me decidí al fin a retrasar en quince días mi viaje, saliendo de Madrid el 6 de Enero y embarcándome en Cádiz el 15 del mismo en uno de los vapores de las Antillas.
(6 de enero) Llegó el día prefijado y el tren partió al fin. Eran las nueve de la noche. La respiración inflamada y jadeante de la locomotora marcaba con su inexorable compás el espacio y el tiempo que de Madrid me separaban; la densa oscuridad que nos envolvía aumentaba más mi tristeza; aquella oscuridad era el símbolo de mi porvenir, donde luchaban con el temor mis esperanzas y mis ilusiones.
Mientras el tren se deslizaba con una rapidez vertiginosa, como las ideas que se agolpaban a mi mente, cerré los ojos y procuré conciliar el sueño.
(7 de enero) La aurora del día 7 nos sorprendió en Despeñaperros, iluminando las gotas de rocío, suspendidas como lágrimas en las verdes hojas de los árboles y arbustos próximos al camino.
Al penetrar por aquellas gargantas, la Sierra ofrece la admirable perspectiva de sus amenos y profundos valles, sus verdes colinas y sus áridas crestas, que se levantan a la región de las nubes.
Al entrar en Andalucía, al frío intenso de las llanuras de la Mancha sucedió la brisa primaveral de las regiones meridionales. La dicha próxima de abrazar a mi madre y a mis hermanos, y el aura del país natal, que es siempre un alivio en las más crueles amarguras, me llenaron de alegría aunque pasajera.
Aquella tarde cruzábamos ya la espaciosa vega desde la cual se ve Carmona, población romana y morisca, que se levanta en el pico de un cerro, dominando la fértil llanura salpicada de alegres cortijos, inmensos olivares y risueñas huertas de naranjos y limoneros. A la derecha la Sierra Morena, poblada de blancos caseríos, desde Córdoba, la opulenta ciudad de los Califas, hasta Constantina y Cantillana, donde se desvía hacia el poniente, para sepultarse en el mar, al pie de la Rábida, de donde partió Colón en su primer viaje, y se pierde hacia el sur, entre las feraces colinas, que ciñeron un tiempo la famosa Itálica, y que hoy rodean a la reina del Guadalquivir, la poética y encantadora Sevilla.
Antes de llegar a esta ciudad, y sin dejar la margen del caudaloso río, divisamos a la izquierda, velados ligeramente por la bruma de la tarde, los ennegrecidos torreones del castillo de Alcalá del Guadaira, mi inolvidable pueblo natal, donde reposan los restos venerados de mi padre y de mis abuelos.
Al llegar a Sevilla, tuve el gusto de abrazar a mis hermanos, que me esperaban. Mañana abrazaré a mi madre.
(8 de enero) Me he levantado temprano, y mi primer diligencia ha sido enviar a buscar un carruaje, que me lleve con la mayor rapidez posible a los brazos de mi madre y de mis hermanas, y a recibir las caricias de mis veinte sobrinos, muchos de los cuales han venido al mundo después de mi última visita al hogar paterno.
La mañana estaba fría y lluviosa, y sin embargo me encaramé en el pescante del coche, y preferí mojarme, viendo a un lado y otro del camino los mil objetos que me recordaban mis primeros años, a privarme de este placer por ir encajonado y cómodo, y evitarme aquella leve molestia.
Al salir de Sevilla, se ve a la derecha el antiguo acueducto, llamado sin razón los caños de Carmona; más adelante la Cruz del Campo, sitio delicioso, desde el cual se domina gran parte de la ciudad, y al que en mis paseos estudiantiles solía dar muchas veces la preferencia, porque desde allí se divisa también el viejo castillo moro, que parece proteger con su venerable sombra los lares de mi familia, desde remotas generaciones.
Sigue el camino recto por una llanura espléndida, cubierta a un lado y otro de huertas y olivares, con sus casitas de campo, cuyas blancas paredes brillan a lo lejos como si fueran de plata bruñida, y campos de cereales, donde las primeras hojas de la cebada y el trigo empezaban a cubrir el terreno de ese agradable color verde, que parece privilegio de las plantas jóvenes, para no desmentir el sello interesante que la juventud imprime en todos los seres de la naturaleza.
Tomo I
Vista de Alcalá. Molino del Algarrobo
1870-01-09
Anónimo
Fotografía sobre papel
11,4 x 16,4 cm
Más adelante, Torre-blanca, ayer caserío solitario y hoy agrupación risueña, donde la vida industrial va cambiando el silencio triste en alegría bulliciosa. Al frente, las colinas y cerros poblados de olivares; y al pie del castillo, el modesto Guadaira con sus huertas y sus molinos harineros, cuyas poéticas cascadas despiertan con su ruido melancólico los ecos de los valles. ¡Ah! ¡Cómo me palpitaba el corazón a la vista de cada uno de aquellos objetos! ¡Cuántos recuerdos de la niñez evocaban en mi espíritu!
Entré por fin en el pueblo. Los conocidos me saludaban dándome afectuosos la bienvenida, y los amigos detenían el carruaje para estrecharme la mano. Llegados a la casa de mi madre, bajé de un salto, y de otro me encontré en el umbral, donde sus brazos me recibieron y sus lágrimas humedecieron mis mejillas. Sin separar uno de mis brazos de su cuello, y extendido el otro hacia mis hermanas y sobrinos que me rodeaban, y seguidos de un grupo numeroso de amigos, penetramos en el hogar, donde todos me dirigían mil preguntas sin aguardar ninguna respuesta; pero que todas expresaban un sentimiento de cariñosa ternura, que conmovía profundamente mi corazón, y me recordaba los dichosos tiempos en que, niño aún, recibía las mismas pruebas de afecto en las épocas de vacaciones. Aquel día fue consagrado todo a esas dulces emociones, que dejan en el alma un recuerdo indeleble y que son como un oasis de felicidad en el penoso desierto de la vida.
Llegados a la casa de mi madre, bajé de un salto, y de otro me encontré en el umbral, donde sus brazos me recibieron y sus lágrimas humedecieron mis mejillas.