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A bordo del Vapor "Canarias"

Medios y modos de viaje 1870-01-14 Oceáno Atlántico Tomo I
(14 de enero)
[...] He tomado pasaje en el Vapor "Canarias" que se balancea en medio de la bahía, flotando al viento sus airosos gallardetes. A lo lejos cruzan el piélago espumoso las hinchadas velas; elévanse hasta las nubes densas columnas de humo, vomitadas por los vapores en su rápido movimiento; el marinero canta, dulcemente reclinado sobre la popa de su barquilla, al compás del estridente rumor producido por los carros que cruzan el muelle y las olas que se estrellan contra la muralla. Todo es aquí animación y vida y movimiento; más allá, el silencio perdurable, turbado apenas por las olas que se rizan y caen unas sobre otras, formando espumosas cascadas, que mueren y se reproducen incesantemente.

(15 de enero)
Salimos de Cádiz a las once de la mañana con una niebla espesa, que casi no nos permitía ver el vapor desde el bote que hacia él nos conducía. Media hora después, llegamos a bordo. El número de pasajeros era corto: varios oficiales para el ejército de Cuba, algunos empleados y como unos cincuenta voluntarios, que ahogaban en vino el dolor de abandonar la patria y la familia. Ente tanto, los marineros se consagraban alegres a sus faenas habituales, sin dar importancia alguna a los peligros de su profesión, y considerándose allí en su propio elemento.

El vapor Canarias es un buque de unas 2.000 toneladas, de medianas condiciones marineras, pero de una gran solidez en su casco. Después de elegir mi camarote y hacer conducir a él la parte más precisa de mi equipaje, subí sobre cubierta, donde los pasajeros se paseaban, pintada en su semblante la sensación que en cada uno de ellos producía la partida. Yo, entre tanto, dirigía mi vista hacia el norte, dando con el pensamiento el último adiós a los seres queridos de mi alma. La confusión del trasbordo de equipajes duró hasta la una próximamente, en que sonó el estampido del primer cañonazo de leva, que hizo estremecer todos los corazones. El humo de las chimeneas subía cada vez más denso, a medida que se aumentaba el combustible; el capitán y el segundo se agitaban de un lado a otro, dando las órdenes de mando, que sus subalternos ejecutaban; el segundo cañonazo de leva resonó en los aires; levadas las anclas, el buque empezó a moverse a impulso de las olas, y al sonar el tercero, su hélice empezó a girar sobre sí misma y el Canarias hizo rumbo al Occidente.

Peces voladores
Tomo I
Peces voladores
1870-01-25
Gutiérrez de Alba, José María
Acuarela sobre papel blanco
16,5 x 25,8 cm

Al salir de la bahía, comenzó a soplar una brisa ligera del Nordeste y se largaron algunas velas para ayudar el impulso de la máquina. A eso de las cuatro y media la tierra se confundió entre las brumas de la costa, cuyas casitas blancas vimos por última vez iluminadas por los relámpagos, cuando ya se acercaba la noche. Al oscurecer nos encontramos en alta mar, surcando sus tranquilas ondas y cubierto el cielo de espesos celajes. Algunas gaviotas, que hasta allí habían acompañado el buque y que revoloteaban a su alrededor, como si nos diesen el adiós postrero con sus melancólicos chillidos, se alejaron de nosotros al caer la tarde, temerosas de seguir nuestro rumbo.

Al encontrarnos por todas partes rodeados de cielo y agua, más de una lágrima ardiente asomó a los ojos de los pasajeros. Yo oculté los míos para que no se viese en ellos reflejada mi emoción profunda, y permanecí solo, sentado en un banco de la popa, hasta que la campana de a bordo nos llamó a la mesa. En aquella primera comida procurábamos todos mostrarnos alegres, para no dar indicios de debilidad; y hacíamos esfuerzos heroicos para ocultar nuestros verdaderos sentimientos. El buque, en tanto, seguía su marcha con un movimiento casi imperceptible, y alejándonos más y más de la tierra, donde acaso muchos ojos se volverían inquietos hacia el lugar donde navegábamos, y se exhalarían hondos suspiros, que hubieran abrasado nuestra frente, si hubiesen podido llegar hasta nosotros. Cuando volvimos sobre cubierta, la luna luchaba por abrirse paso al través de las nubes, e iluminar con su tibio rayo el movible surco que el buque iba dejando sobre las olas. Entablóse una conversación general entre los pasajeros, sobre asuntos vulgares, en que no tuvo poca parte la política; y poco después nos retiramos todos a nuestros camarotes. A las once, todo quedó en silencio, escuchándose sólo el acompasado ruido de la hélice que nos empujaba hacia adelante. La noche fue tranquila y el mar continuó bonancible.

Al encontrarnos por todas partes rodeados de cielo y agua, más de una lágrima ardiente asomó a los ojos de los pasajeros. Yo oculté los míos para que no se viese en ellos reflejada mi emoción profunda, y permanecí solo, sentado en un banco de la popa.
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