En este día íbamos a buscar en la pesca de anzuelos un plato más que servir a nuestra mesa, que nadie hubiera podido tachar de sibarítica, cuando al pasar por debajo de un árbol, sentimos que sus ramas se movían; fijamos la atención y vimos entre el ramaje una corpulenta iguana, de un metro y cuarenta centímetros de longitud, inclusa la cola, que trataba en vano de esconderse entre el follaje. Yo había oído más de una vez celebrar su carne como un manjar exquisito; la había visto comer a los indios de San Martín y a los mismos llaneros, sin ningún escrúpulo; pero no había podido vencer mi repugnancia a adoptarla como alimento.

Sin embargo, lo apremiante de las circunstancias, por un lado; y por otro, el deseo de hacerme superior a mis propios escrúpulos, me hicieron que tratase de aprovechar aquella extraña pieza, y pronto el plomo la puso en nuestras manos. Antes de despojarla de su piel para poderla conservar disecada, la copié en mi álbum y luego di orden al cocinero de que nos dispusiese su carne para la comida. Llegada la hora, nos la sirvieron preparada de dos modos distintos; y después de probar el primer bocado, que era el de la dificultad, proseguimos comiendo con tanto gusto, como si fuese un manjar de los más selectos; y no pudimos menos de confirmar unánimes la opinión de sus más entusiastas encomiadores.