
Un grito general y simultáneo resonó en ambas orillas; todos permanecimos en una ansiedad imposible de describir, cuando vimos salir nadando al indígena valeroso, apoderarse del pato, y volver hacia el tronco, donde lo depositó para subir más fácilmente. Ya sus dos manos estaban asidas a él, y Eugenio acudía en su socorro, cuando un nuevo y más terrible accidente volvió a sumirnos en mayor angustia: las manos del indio se desprendieron súbitamente del tronco, y su cuerpo inerte y como herido del rayo volvió a caer al agua. Al pronto nos figuramos que algún caimán, clavándole sus agudos dientes, lo atraía hacia el fondo cenagoso; pero esto le hubiera dado lugar a que por lo menos exhalase un grito; y él había caído de espaldas silencioso e inmóvil como un cadáver.
¡Es el temblón! exclamó uno de los indígenas, que se hallaba cerca de nosotros; y apoderándose de un machete, y cortando con prodigiosa celeridad una rama ganchuda del árbol que encontró más cerca, corrió dando vuelta a la laguna en breves instantes, y llegó a saltar sobre el tronco; pero era tarde ya: el corpulento y vigoroso Eugenio, tan pronto como vio caer al infeliz indio, y conoció la causa del accidente, subióse sobre el tronco, al que se asió con los pies y una sola mano, cogiendo con la otra la larga cabellera del indígena, que flotaba aún, porque afortunadamente el lago tenía muy poca profundidad en aquel paraje, y levantándolo en alto e incorporándose con él, lo colocó sobre el madero. Ayudóle el otro indio a sacarlo a la orilla, donde volvió en sí después de una hora, a fuerza de rociarle el rostro y darle a oler amoniaco, que siempre llevábamos dispuesto. Como el otro había dicho, era una anguila eléctrica, la que había descargado sobre él su batería formidable, y la violenta conmoción lo dejó privado de sentido. A no tener tan pronto socorro, su muerte hubiese sido segura, y los caimanes y peces del lago no hubieran tardado en devorar su cuerpo.
1873-27-02