Al llegar a la orilla del riachuelo llamado El Bobito, al cual abordamos por su margen izquierda, tropezamos con las dificultades más graves y peligrosas que en toda nuestra marcha se nos habían presentado. El cauce del río es por allí en extremo profundo; la margen por donde teníamos que caminar se levanta sumamente escarpada, sin dejar otro paso que el de algunas estrechas cornisas de la misma roca, por donde el agua fluye constantemente, cubriéndolas de musgo. El inseguro pie del viajero, aun caminando descalzo, resbala allí a cada instante, sin tener otro apoyo que las cortantes aristas de la roca o alguna pequeña raíz sin resistencia bastante para servir de sostén al que pretendiera asirse de ella.

Por estas cornisas, cuyos planos tienen a veces una gran inclinación; bajando y subiendo para pasar de unas a otras por medio de elevadísimos y casi impracticables escalones, hay que caminar por espacio casi de dos kilómetros, con el abismo a un lado y al otro, una pared de rocas inaccesibles, cortadas verticalmente, cual si exprofeso se hubiese elegido aquel paso para poner a prueba la agilidad y el temerario valor de los que en él arriesgan su vida tantas veces como se sienta el pie donde parece imposible asegurarlo.