Huyendo de enemigos tan implacables, me había adelantado algunos kilómetros de mis compañeros. Mi fiel Bogotá corría delante de mi mula, huyendo también del implacable y común enemigo; de cuando en cuando su instinto de cazador le obligaba a internarse a un lado u otro por entre la selva, donde levantaba ya las perdices y pavas, ya los paujíes y los monos, que huían chillando hacia el centro de los bosques. Al pasar una quebradita se internó como de costumbre por la derecha, con el hocico en el suelo y moviendo la cola, siguiendo al parecer el rastro de algún animal oculto. De pronto, lo veo salir al camino, huyendo con la cola entre las patas, erizado el pelo del lomo, y lanzando un sordo ladrido. En esta actitud temerosa se dirigió hacia mí, volviendo atrás la cabeza como si un grave peligro le amenazase.

En efecto, había llegado a la cama de un tigre, por fortuna demasiado joven, que a su vez se levantó asustado, y huyendo como el perro, atravesó el camino de derecha a izquierda, como a treinta o cuarenta metros de distancia. Yo que, desde el primer momento había preparado mi escopeta, le tiré, aunque inútilmente, cuando ya se ocultaba, y él continuó alejándose, según pude calcular por el ruido que poco a poco se fue perdiendo entre la maleza.