Era el entierro de un muchacho indio, cuyo cadáver vestido de blanco y coronado de flores, era conducido en unas andas adornadas de ramaje por dos de sus parientes, precediéndole cuatro músicos que tocaban un tambor, una pandereta, un tiple y un chucho o alfandoque, instrumento que ya dejamos descrito en otra ocasión, y seguido de los parientes más cercanos y amigos más íntimos de la familia, que cantaban y bailaban sin cesar y celebraban aquel triste acontecimiento con frecuentes libaciones de chicha, merced a las cuales iban ya casi todos ellos beodos, y en sus alegres y repugnantes risotadas hacían alarde del estúpido sentimiento de que se hallaban poseídos, cual si la muerte de aquella pobre criatura fuese una felicidad para todos los que la acompañaban.

Por repugnante que aquel cuadro fuese, no me pareció que debía prescindir de consignarlo en mis apuntes.