(20 de enero)
La cena consistió en un poco de arroz cocido con tasajo y agua, no muy agradable ni sustancioso. Yo me contenté con una totuma de chocolate y algunas galletas, porque a mi paladar repugnaba aún aquel brebaje de la cocina colombiana, a que a mi pesar tendría que irme acostumbrando.

(21 de enero)
Como la cena no había sido muy confortante, me desperté temprano y con gran apetito. La atmósfera estaba casi despejada, templado el ambiente, fragantes las flores y los pajarillos alegres y regocijados. Todo era bello, menos el desayuno que tenía en perspectiva, que no era otra cosa que una segunda edición del sancocho repudiado por mí en la noche precedente. Vestíme de prisa; pregunté si había algún rancho próximo, y siendo afirmativa la contestación, hice ensillar mi mula, mandé a mi criado Gabriel que me siguiera, y me despedí de mis compañeros, a los cuales ofrecí reunirme al paso. Mientras me la ensillaban, me entretuve grabando en el tronco de uno de los árboles, a cuyo pie habíamos arranchado, la siguiente copla, que algunos días después leyeron nuestros amigos de Colombia y más tarde me han recordado muchas veces: