El cuerpo exhibido, purificado y revelado
experiencias barrocas coloniales

LOS GESTOS COMO REVELACIONES DEL ALMA

Los gestos representaban los movimientos físicos del alma, por la que también eran objeto de espiritualización. En los gestos se encuentran las representaciones más significativas del cuerpo, no en vano Stoichita los llama “gramática general del cuerpo en movimiento”42, debido a su importancia para comunicar discursos. La tradición arraiga en la experiencia medieval, la cual en sí misma se puede definir como una sociedad del gesto, tanto que fue el elemento que permitió el desarrollo de su unidad cultural43. Los gestos desbordaban toda la existencia de los cristianos y daban significado a una forma espaciotemporal de estar en el mundo. Esto es la gestualidad: generaba sentido a la relación cuerpo-mundo y formalizaba sus efectos dentro de entornos sociales concretos, revelando una experiencia sensorial del espacio44.

La cultura barroca retomó el lenguaje del cuerpo que había heredado de la Edad Media, enfatizando la relación de los movimientos corporales como manifestación del alma, que ya había sido esbozada por San Agustín:

yo no se cómo, mientras que estos movimientos del cuerpo no se pueden hacer más si los precede un movimiento del alma, inversamente, el movimiento interior e invisible que los produce se ve aumentado por los movimientos que se hacen visiblemente en el exterior. Así, las afecciones del corazón, que las han precedido para poderlos producir, se acrecientan por el hecho de que son realizadas45.

La correspondencia entre los movimientos del alma y sus repercusiones en el exterior eran radicales. No había actividad interior que no se reflejara en el exterior, el gesto se convertía en la expresión física más convencional del sentimiento, manifestada a través de los sentidos. Una frase de un autor neogranadino, Pedro de Mercado, permite explicar las significaciones del gesto: “He de cuidar las arrugas en la frente y más en la nariz, mostrando la serenidad del alma en la serenidad del rostro”46.

El contexto que permite entender la expresión se remonta a la literatura moral que floreció en la Baja Edad Media, que a su vez había asimilado las propuestas clásicas. El término con el que se identificaba a los gestos partía de la noción de modestia, cuyo significado etimológico era moderación, justa medida, y cuyo estricto cumplimiento engendraba una virtud, precisamente, la modestia. Cicerón, de quien la tradición cristiana tomó el concepto, la definía como “mediocritas optima est”, es decir, el justo medio47. El cristianismo identificó esta virtud con la temperancia48, en el sentido de ejecutar acciones o enunciar palabras con medida, razón por la cual se relacionaba con los gestos, como una expresión de la armonía interior. A partir de entonces, “modestia, el ideal de la moderación y del justo medio, se llega a imponer como la virtud especifica del gesto”49.

Pero lo relevante es que a pesar de que su definición provenga del mundo clásico o medieval, lo que hace específicos los gestos son ciertas formas de actividad corporal, un catálogo de gestos que cada época y cultura escoge como propios aportándole significados precisos. En el gesto barroco residía una autentica virtud, la cual se cifraba específicamente en el control de los cuerpos, especialmente en dos sectores: el rostro y los brazos. Los tratados neogranadinos se comportaban de manera similar a los textos de urbanidad, el ideal de gestualidad era también una “urbanidad moralizada”, un conjunto de posturas “correctas” que debe asimilar el cuerpo: “No tengo de mover ligeramente la cabeza a un lado y a otro sino con madureza y gravedad cuando fuere necesario. Y no siendo necesario mover la cabeza la he de tener derecha con alguna inclinación hacía el pecho y no al [185v] un lado ni al otro”50. Se trataba de establecer disposiciones de control sobre la corporeidad.

Existía una compleja codificación de actitudes corporales que median el ánimo del sujeto y su capacidad para establecer las relaciones sobre las que se articulaba la condición del alma, la que a su vez recalcaba el lugar del cuerpo como escenario del pecado. Como el cuerpo se encontraba expuesto a las expresiones exteriores, los gestos debían ser controlados y medidos, mostrando la vergüenza.

El cuerpo y el rostro

Los discursos barrocos, ya fueran narrados o pintados, intentaban presentar la dimensión escénica de los comportamientos del cuerpo como si este fuera un espacio teatral al que había que proporcionarle decoro y elegancia. Este no solo era un adiestramiento esteticista del cuerpo, sino que a través de la “belleza” de los gestos se podían representar las condiciones del alma. Se trataba de una especie de “pedagogía de la vigilancia” de los gestos del cuerpo, de manera que estos se entendían como composturas sociales atrapadas en consideraciones morales. Para entonces, los gestos ya se codificaban con algunas pautas del comportamiento social. Este texto de Pedro de Mercado para el Nuevo Reino lo hace notar:

El estar asentado en algún lugar ha de ser con modo cortés y modesto. [...] No he de estar solo sino acompañado cuando lo pide la decencia. Porque es necesario entender este acto, lo explico. La mujer ha de procurar no estar sola cuando recibe visitas de hombres. El religioso no ha de visitar ni andar solo (en cuanto pudiere) por las calles. Y aún el seglar si quisiere ser modesto no ha de visitar mujeres si no es acompañado por alguna persona de respeto51.

Las normas de comportamiento del cuerpo social se establecían a partir de las posturas del cuerpo individual controlado. El principio partía de la idea de establecer un dominio sobre las pasiones individuales, lo cual se manifestaba en una actitud corporal impasible: la prudencia de las acciones, ciertas indumentarias, la gravedad de los gestos, la modestia de los movimientos hacían cuerpos controlados. Este discurso católico se oponía en buena medida a las normas de elegancia y urbanidad secularizada que en aquel mismo siglo XVII avanzaban en Europa52.

Esta tensión entre discursos secularizantes y versiones corporales contrarreformadas, se entienden con más claridad desde los significados del ethos barroco, para el cual la dimensión de la vida humana solo podía ser vista como actividad puramente espiritual, una respuesta a las necesidades de superar las contradicciones de su época: estas normatividades controladas del gesto revelaban al hombre espiritualmente. En consecuencia, doblegar el cuerpo significaba la sumisión de lo corporal a lo espiritual. La pintura como discurso visual incentivó este culto al gesto, aún más solemne en la medida en que reflejaba la participación de la gestualidad en las ceremonias litúrgicas, espacio privilegiado donde el gesto adquiría todo el sentido de teatralidad. Las genuflexiones, las reverencias, las postraciones eran parte de los códigos que trataban de regular la corporeidad para disciplinarla, lo que se manifestaba en la cotidianidad, una cotidianidad íntima y cargada de simbolismos.

La importancia de tratar el movimiento y sus gestos, como parte de la retórica del cuerpo, estaba reglamentada por los tratados. Varios autores reconocen que el pintor que dio una importancia significativa a los gestos en la pintura fue Alberti, quien en su tratado renacentista afirmaba que “los movimientos del alma son reconocidos por medio de los movimientos del cuerpo... hay movimientos del alma, llamados afecciones: dolor, alegría, temor, deseo y otros. Hay movimientos del cuerpo: crecer, encogerse, quejarse, mejorarse, moverse de un lugar a otro”53. La Contrarreforma dio aún más importancia a esta expresión, porque aquí entraba la idea del “desengaño”. La duda sobre la verdad que se revelaba en las apariencias se debía manifestar a través del color y los gestos del cuerpo en el espacio. La labor del pintor era mostrar el desengaño proporcionando las herramientas de “ornato” para que el espectador viera más allá de estos accidentes, porque estos, según el tratadista Vicente Carducho,

“mudan y alteran aquel mismo color, según la pasión, y moción interior, o movimiento exterior, encendiéndose, o perdiendo el color, ya blanquecino, y ya verdinegro, según la calidad de la causa, y del humor, inquietando por ella; cólera, flema, sangre o melancolía. Asimismo, se alteran las formas en mayor, o en menor, y más o menos dilatadas; porque la admiración, espanto y afirmación, dilatan y abren, según la acelerada acción de aquel que la hace”54.

Esta retórica del cuerpo se traducía en una retórica de los gestos, organizados a partir de los elementos que la tradición medieval había esbozado en relación con la teoría de los humores, y estos en función de despertar una actividad sensitiva frente a la imagen dependiendo de la causa, es decir, de lo que se quería desengañar. Los gestos se clasificaban de acuerdo con la vieja tradición: coléricos, flemáticos, sanguíneos o melancólicos.

De la gestualidad del cuerpo, el rostro resultaba especialmente importante. A partir del siglo XIII los rasgos físicos tuvieron un particular interés como manifestación del ánimo y del espíritu en relación con los vicios y las virtudes55, tradición que codificó rígidamente el discurso barroco utilizando para tal efecto los aportes clásicos56. Todo se convertía en un complejo de normas morales. Los ojos y la boca eran los centros más atendidos del rostro y se complementaban con las expresiones del cuerpo, concretamente con la utilización de brazos y manos. Por ejemplo, los gestos del arrepentimiento se elaboraban a partir del rostro y de la mano derecha sobre el pecho, o en un movimiento ascendiente hacia la divinidad invisible que parecía iluminar el rostro, mientras que la mano izquierda estaba en dirección contraria o con un símbolo que dejaba abierto el diálogo del arrepentimiento. El rostro, en particular, debía responder discursivamente a una intensa disposición de normas entre las cuales se destacaban las formas de representar vicios y virtudes. Así como había movimientos del alma como llorar, alegrarse, temer o desear, así también los había del cuerpo como crecer, encogerse o moverse. La idea era que el pintor pudiera representar los unos en los otros.

Los significados de los gestos. La desnudez

“El gesto abre el espacio a una acción en la que se inscribe el cuerpo entero”, escribe Paul Zumthor57 para explicar las bases de la “razón del gesto”. Esta expresión define el sentido de los gestos porque, además de revelar una aguda conciencia del cuerpo, expresaba los sentimientos más significativos. Ocupar un espacio y moverse en él implicaba una acción simbólica del cuerpo, que era representado por la pintura pero también por el sermón, igualmente gestual, en el que las expresiones faciales y corporales generaban sentido. El significado de los gestos era el resultado de una compleja sociedad de la oralidad, y cada uno de ellos, tratado simbólicamente, atraía benevolencia y comunicaba vicios o virtudes. Entre los diversos ejemplos de significación de los gestos se puede tomar la desnudez, lo cual ejemplifica en buena medida los usos como vicio o virtud.

Comparativamente con el mundo judío y clásico, la tradición cristiana desarrolló una representación mucho más compleja del desnudo y el erotismo, problema asumido desde los significados del acto de desnudarse o la acción de desvestirse58. La desnudez hacía parte de los cánones espirituales, significaba la negación del ser encerrado en sí mismo, un estado de comunicación que tenía un valor espiritual. La cultura barroca atendió al desnudo bajo los criterios de lo “honesto” y lo “deshonesto”. El tema no era nada nuevo. El humanismo del siglo XV había desarrollado una importante pintura de desnudos relacionada con el mismo proceso de conocimiento del cuerpo y la anatomía; el talento de sus artistas se medía por su capacidad para representar cuerpos desnudos. Pero no cualquier cuerpo. El desnudo sólo era permitido para presentar escenas mitológicas, o, cuando el caso lo ameritaba, escenas religiosas. Sin embargo, la simbolización de esta representación era un tema que acercaba al creyente al desengaño, porque el desnudo podía ser la vergüenza o la virtud.

El concepto de desnudez se podía asumir parcial o completamente. Cualquiera de las dos maneras podía representar un amplio abanico de valores simbólicos, dependiendo de lo que sugirieran las circunstancias59. En la Nueva Granada tuvo varias interpretaciones. Como símbolo de penitencia y desprecio del mundo, algunos santos se representaban desnudos, especialmente aquellos que estaban relacionados con la renuncia, la humildad y la vida penitente: entre las mujeres, santa Inés, santa María Egipcíaca y María Magdalena; y hombres como san Jerónimo y san Onofre. Casi todos ellos asociados a la Tebaida, la vida ermitaña, simbolizaban el retiro del mundo y la renuncia a lo material. La desnudez era el retorno a la inocencia perdida que representaba el paraíso.

Las disposiciones eclesiásticas alertaban sobre la importancia de que el cuerpo no fuera materia de escándalo, para lo cual había formas de simular la desnudez. Los cabellos muy largos, en el caso de las santas, o ciertos escorzos, las piernas cruzadas o sombras apropiadas permitían respetar las normas de la iconografía, pero sin caer bajo la sospecha de lo deshonesto, pues de este modo distraían de las verdaderas intenciones sobre las cuales se preten día desengañar y atraer la atención de los sentimientos piadosos60. Como las pinturas de santos, las escenas de la creación, los descensos del credo, los juicios finales resaltaban con la desnudez el retorno al estado de inocencia. La desnudez encubría el “tema oculto”, que tanto gustaba en la pintura barroca. Es decir, la pintura afectaba los sentidos, los engañaba, solo quien supiera meditar las devociones que representaban podía desengañarse, viendo en ellas el “tema oculto”, lo que verdaderamente querían decir.

Un escenario particularmente interesante donde actuaba el tema oculto fueron los Cristos de la humildad. Aunque su desnudez no fuera completa, se insinuaba a la manera de “La desnudez simulada”. Con la Reforma, al desnudo se le dio un valor más espiritual y de interiorización, especialmente en las representaciones del Cristo crucificado, el de la penitencia, en el martirio, el agónico. Las imágenes insistían en un cuerpo más descubierto, parcialmente des nudo, y en ocasiones completamente desnudo. El tema oculto pretendía resaltar la desnudez con el sufrimiento y la penitencia lo acercaba a una imagen más espiritual, “de ahí que la perdición, el desgarramiento, la aniquilación, el abismo, la confusión, el desorden, el estupor, el temblor, el vértigo y la muerte se impongan también como modelos de experiencia erótica”61. En la representación visual barroca existían dos peligros, el desnudo clásico y el misticismo metafísico. Para evitarlos, se trató de crear un espacio intermedio: la noción de desnudez no tenía sentido en el desnudo por sí mismo sino en lo que reflejaba del cuerpo como materia o carne. Las imágenes de Cristo con la carne castigada se elevaban como el ideal del cuerpo espiritualizado. Por esta razón, el punto de referencia es el Cristo desnudo, lacerado, herido y martirizado en su cuerpo. El revestimiento del erotismo denota un despojo de divinidad en las imágenes del Cristo pasionario, desnudo; mientras que bajo el concilio de Trento el cuerpo del resucitado es reemplazado por el Cristo vestido de la resurrección, el esplendor de la gloria.

En la misma perspectiva se encontraban aquellas representaciones que mostraban abiertamente partes pudorosas del cuerpo femenino, especialmente los senos. Los martirios de santa Agueda y santa Bárbara, por citar dos ejemplos neogranadinos, frecuentemente aparecían con el pecho descubierto mientras el torturador los cercenaba. Estos casos de cuerpos martirizados, cuya intención era mostrar la condición de la santidad, pretendían desengañar, más allá de la apariencia, la condición del dolor, al mismo tiempo que se convertían en un pathos para atraer la benevolencia del observador. Lo oculto se encontraba en el valor simbólico del seno: este remitía a la leche, y la leche materna era el vehículo que trasmitía las virtudes y por donde se infundía sabiduría. La enseñanza era clara, la muerte por martirio pretendía cercenar la virtud, solo la actitud sumisa y obediente podía mantenerla. El tema era una continuación de las “Vírgenes de la leche”, que alimentaban con su seno al Niño Jesús como también a algunos santos, el más conocido, san Bernando de Claraval. Por esta razón no era extraño, sino parte de la erotización del alma, que las monjas neogranadinas tuvieran visiones del Cristo desnudo, de su pecho, o el de la Virgen62. Solo por mencionar el caso de la conocida monja Josefa de Castillo, ella dice de una de sus visiones: “Me parecía verlo desnudo y arrodillado sobre la cruz, y que una nubecita muy leve le iba enlazando y subiendo por el cuerpo, y mi alma, deshaciéndose en afectos de su señor, entendía que ella era aquella nubecita”63, a lo que seguía la reflexión sobre el abandono y el dolor. Otras veces es ella misma en sus visiones la que se ve desnuda, en momentos en que se siente miserable y pecadora. La desnudez desengañaba, y la erotización del cuerpo espiritualizado acercaba a Dios.

42. Víctor Stoichita, El ojo místico. Pintura y visión religiosa en el siglo de oro espa-ñol, pp. 169 ss.

43. Sobre la importancia del gesto en la sociedad medieval, véase Paul Zumthor, La medida del mundo. Representación del espacio en la Edad Media, p. 38.

44. Paul Zumthor, op. cit., pp. 19-22.

45. Víctor Stoichita, op. cit., p. 164.

46. Pedro de Mercado, op. cit., libro 10, capítulo 1, p. 175.

47. Acerca de este contexto, véase a Jean Claude Schmitt, op. cit., pp. 131-132

48. El cristianismo asumió las cuatro virtudes romanas como propias: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, a las que san Jerónimo llamó “cardinales”, y les agregó las tres “teologales”: fe, esperanza y caridad, enunciadas por san Pablo de Tarso, lo que constituyó la base de la teología moral cristiana.

49. Jean Claude Schmitt, op. cit., p. 136.

50. Pedro de Mercado, op. cit., libro 10, capítulo 1, f. 185v. p. 175.

51. Ibíd., pp. 175-176.

52. Acerca del contexto de los códigos de elegancia, véase: Georges Vigarello, El adiestramiento del cuerpo desde la edad de la caballería hasta la urbanidad cor-tesana, p. 176.

53. Víctor Stoichita, op. cit., p. 153; Michael Baxandall, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento, p. 82.

54. Vicente Carducho, op. cit., p. 160.

55. Vito Fumagalli, op. cit., p. 72.

56. Patricia Magli, El rostro y el alma, p. 89.

57. Paul Zumthor, op. cit., p. 39.

58. Mario Perniola, “Entre vestido y desnudo”, p. 243.

59. Paul Zumthor, op. cit., p. 40.

60. Véase, por ejemplo, Vicente Carducho, op. cit., p. 359.

61. Mario Perniola, op. cit., p. 245.

62. Jaime Humberto Borja Gómez, “El cuerpo idealizado: la vida como una Pasión (de Cristo)”, en Max Hering, Cuerpos anómalos, pp. 80-82.

63. Francisca Josepha de la Concepción, Su vida, escrita por ella misma por manda-do de su confesor, p. 348.