El cuerpo exhibido, purificado y revelado
experiencias barrocas coloniales

El cuerpo de la muerte, yacente Y fragmentado

Es la vida una carrera inquieta, es un movimiento continuo y una caída hacia la muerte, es un vuelo hacia el sepulcro. Es un aliento prestado y un soplo incierto. Es una respiración, que si corre es aire y si falta es muerte; si continúa, respira el hombre; y si se detiene, expira el hombre.
Juan Bautista del Toro, El secular religioso

La muerte es el núcleo central del cristianismo desde sus orígenes. En el contexto de la cultura postridentina, la mentalidad se centró en la idea de que los sentidos engañaban, lo que en consecuencia generó un rechazo a las vanidades: la muerte se convirtió en una obsesión. A diferencia de la experiencia medieval, que veía la muerte como un feliz tránsito, la muerte barroca adquirió dramatismo y, por supuesto, teatralidad64. Esto, en buena medida, era resultado de la tensión generada entre el proceso de Contrarreforma y la creciente incredulidad secularizada, lo que permitió que la muerte se humanizara. Ahora era un acontecimiento con un mayor sentido social, la experiencia central de la vida que debía conducir al desengaño. La Nueva Granada no se sustrajo a este impulso. La muerte actuó como un enclave de ruptura entre la vanidad y el desengaño. Así lo refleja la producción literaria y la cultura visual, donde preexistía la dualidad entre la huída de lo divino y el aferramiento a las vanidades65.

La imagen de la muerte se resolvía en dos campos: las actitudes del sujeto ante la propia muerte y el carácter grupal, su impacto en el cuerpo social. En cualquiera de los dos casos, su importancia derivaba de su sentido estrictamente educador:

La Contrarreforma sólo fue capaz de mover conductas en la dirección deseada en tanto que fue capaz de una de las mayores construcciones del Barroco: la transformación de la imagen de la muerte en Paideia. La muerte como educadora y canalizadora de comportamientos [...]. El siglo XIV no pretendió más que enseñar el arte de morir recordando que la muerte habrá de llegar necesariamente. El Barroco va más lejos, no pretende enseñar a morir en primera instancia, sino enseñar a vivir para morir, poniendo énfasis en el primer extremo, porque no hay más arte de morir que el arte de una vida meritoria, reglada de acuerdo con principios tenidos por valiosos66.

De gran impacto en la vida cotidiana, la muerte es desengaño en cualquiera de sus formas: es corrección de vida, acaba con las vanidades, despierta la espiritualidad. Al cuerpo espiritualizado, aquel que había logrado la domesticación por la continua mortificación, sufrimiento y paciencia se le gratificaba con una muerte santa, y aun más, se hacía merecedor de la salvación, la gran recompensa.

Los textos coloniales eran enfáticos en establecer el fuerte vínculo que unía la vida y la muerte. Solo en la meditación frecuente sobre la muerte, la vida adquiría sentido. Las pinturas hacían lo propio, se empleaban para la meditación devocional temas ampliamente reproducidos que representaban la muerte de san José, Francisco Javier o Catalina de Siena. Ellos eran ejemplos de esta muerte a la vida, por lo que se les representa yacientes, el rostro apacible y muchas veces rodeados por el cuerpo social, mientras en el plano superior eran aguardados por el cuerpo celestial. La muerte era un ejercicio de vida entre dos cuerpos. La serenidad de la muerte se simboliza en la actitud tranquila y reposada del cuerpo yacente. Es la recompensa, que no solo se le depara al santo, sino que debe ser la actitud cotidiana de cualquier cristiano.

El virtuoso cuerpo paciente

La paciencia era una de las virtudes que sostenían los actos en la vida de un sujeto, un soporte frente a las tribulaciones. Pero, además, la paciencia hacía alusión a la actitud de espera de uno de los momentos más plenos, la propia muerte. Esta, como recompensa —o castigo— a una vida mortificada y virtuosa, se resuelve en dos grandes temas: la buena muerte, y, por supuesto, su contrapartida en la mala muerte. La experiencia narrativa de la mala muerte constituye el núcleo que invoca el temor al purgatorio o al infierno, de manera que llama la atención acerca de la importancia del buen comportamiento, para lo cual los exempla ilustran los consejos para el buen cristiano. Esta muerte como destino es la razón por la cual se convierte en una gran celebración, especialmente la muerte de aquellos sujetos que en ciudades como Bogotá, Tunja, o cualquier otra del Nuevo Reino, morían con fama de santidad. Esta es la historia de Bernardino de Almanza y Pedro Claver, en el siglo XVII, o de Francisca del Niño Jesús y Gertrudis de Santa Inés, en el XVIII.

Sus exequias se convierten en el espacio privilegiado donde el héroe es reverenciado. Es la glorificación y el reconocimiento social a la totalidad de su vida. Era el momento en que se reunía toda la sociedad sin diferencia de estamentos: órdenes religiosas, la Real Audiencia, cabildos, prestantes, nobles y pueblo. Todos, ricos y pobres, criollos, indios y mestizos, se agolpaban en el homenaje, real y simbólicamente se perdían las diferencias de linaje de estas sociedades coloniales tan jerarquizadas. La capacidad de estos virtuosos de agrupar polos tan opuestos en su sociedad se caracterizaba por la tajante separación de sus miembros en relación a castas o condición económica, se debía a la mencionada “voz y fama pública”, a su carácter de heroicidad y a la creencia colectiva de que sus mortificaciones habían expiado el pecado individual y el colectivo.67

La muerte y su respectiva celebración social dejan ver la contradicción barroca: la muerte es dolor, pero también gozo. Era el festejo del cuerpo social de la coronación de un virtuoso, en términos de la teología de la época, una muestra más de la “ciudad de Dios” agustiniana. Otros aspectos, como el culto a sus reliquias y los milagros, también eran fuentes narrativas de cohesión social. Los santos parecían seguir vivos después de su muerte, sus cuerpos eran exhumados, manipulados, exhibidos y trasladados varias veces de lugar. Su cuerpo y los objetos que habían estado en contacto con él, contenían la potencia divina, y aun fragmentados eran una muestra de la continuidad de su presencia en la tierra.

La recompensa no solo era la vida eterna, también era material. Esta se otorgaba sobre su propio cuerpo. En realidad, era una variante de lo maravilloso entendido como milagro y se operaba como un premio sobrenatural a aquellos sujetos pacientes. En principio había tres tipos: el olor de santidad, la vida en el cadáver y la incorruptibilidad del mismo. Tres términos extraños, pero que revelaban un entorno de creencias muy bien asumidas desde la cristiandad primitiva. Estas tres actitudes hacían alusión al destino que tenía el cuerpo después de la muerte, en tanto que los virtuosos eran recompensados con una evolución de sus cuerpos diferente al resto de los otros seres humanos. En vez de corromperse, el cuerpo se conservaba expeliendo al principio un agradable olor, y, después de enterrado, conservándose incorrupto. También había otras señas, como que el cuerpo ya muerto, dicen los hagiógrafos, tenía movimiento por la “gracia de Dios”.

Estas tres actitudes se relacionaban con el cuerpo social. De ocurrir alguno de estos hechos en el cuerpo muerto, se entendían como una confirmación por parte de Dios sobre las acciones que estos sujetos habían ejecutado en vida. Si ocurría más de una, mejor, y el cuerpo social esperaba que esto ocurriera. Hagiográficamente se planteaba la narración como un acto de continuidad, como si todo estuviera previamente determinado. Los sujetos virtuosos debían tener manifestaciones post mórtem tan extraordinarias como lo que había sido su vida, y así se esperaban. Lo que hace sorprendente este asunto es que reunían al cuerpo social a su alrededor, de modo que sus vidas se convertían en dispositivo que congregaba y hacía participar a la sociedad de sí mismas.

La función desbordaba el simple acto de congregar porque estos cuerpos muertos también estaban llamados a hacer milagros, y, por sus intercesión, a sanar a una sociedad. Estas son las reliquias, una antigua tradición cristiana que emparentaba el culto al cuerpo muerto. Una relación paradójica, porque en vida al cuerpo se le castigaba, pero al llegar a la muerte, si este se había perfeccionado de la mejor manera, se le recompensaba. El cuerpo yaciente obraba milagros, ya fuera por contacto de la reliquia con el cuerpo enfermo o cualquier otro mecanismo de mediación.

El cuerpo milagroso y fragmentado

El culto a las reliquias es tan antiguo como la cristiandad. La primitiva tradición cristiana veneró el cuerpo del santo después de su muerte, costumbre que se impuso. En sus orígenes, se edificaba una iglesia o un santuario alrededor de su cuerpo: la posesión del cuerpo de un santo se consideraba un premio honorífico otorgado por Dios68. La importancia de tal veneración radicaba en que el cuerpo de un santo virtuoso era el receptáculo de lo sagrado, y, por su mediación, el santo que lo había habitado continuaba haciendo milagros. Pero también, debido a la importancia que adquirió en los centros urbanos, se convirtió en una marca de identidad frente a la cual la comunidad se regeneraba a sí misma. La reliquia era el símbolo de la permanencia de lo urbano, desempeñaba un importante papel como cohesionador social.69 En la Edad Media, ciudad y reliquia tuvieron una fuerte vinculación, no sólo porque las ciudades se convertían en centro de peregrinación, sino también porque conformaban una identidad: Venecia se debía al cuerpo de san Marcos, como Tours a san Gregorio.

En la tradición cristiana medieval, esta íntima relación de la ciudad con las reliquias implicaba la atribución de una “virtud tutelar”, pues en el plano de las creencias, de los huesos, o el objeto que había estado en contacto con el santo, emanaba una fuerza de la que los ciudadanos se beneficiaban. La reliquia era la posibilidad de invocar un ancestro común, una fuente de seguridad y de permanencia para la comunidad. Los valores comunes a lo urbano se congregaban a su alrededor y era tal su importancia que “no en vano se habla de la ‘corporación municipal’ y de las ‘corporaciones’ de los distintos oficios, y es que con ello se hace referencia a los cuerpos de los santos fundadores”70. La reliquia conserva en sí tres cuerpos: el cuerpo-milagroso, el cuerpo-identitario y el cuerpo-urbano. Lo que los convoca y les proporciona unidad es otro cuerpo, el “cuerpo social”. La veneración medieval al Cristo crucificado, sangrante y muerto permitió concebir la idea de un orden social fundamentado como un gran organismo compuesto por cuerpos menores, donde cada uno ejercía una función determinada. Es decir, había muchas formas de crear cuerpo social, los cuerpos fragmentados de los santos eran muy importantes porque no solo representaban, eran la presencia real y corporal71.

En el siglo XVI, a Santa Fe de Bogotá llegó el cráneo de santa Isabel de Hungría, a quien se erigió como patrona de la ciudad, lo que abrió la puerta de entrada a una gran cantidad de reliquias en los años siguientes. Solo en la procesión de 1614, con destino a la Iglesia de San Ignacio de la Compañía, entraron cerca de 120 reliquias72, así como también se desarrolló el tradicional culto al cuerpo muerto de santos venerables neogranadinos. El escritor Pedro Solís de Valenzuela refiere el conflicto entre las ciudades de Villa de Leyva y Santa Fe, que se suscitó en 1635 por el cuerpo incorrupto del arzobispo de Santa Fe, Bernardino de Almansa, quien había muerto en la primera ciudad a causa de la peste. El venerable había muerto en olor de santidad, pero con un olor ya americanizado: “y lo que más nos admiró el olor y fragancia que salía del cuerpo muy semejante al de piñas”73, dice el documento notarial de la exhumación del cadáver que emplea Solís.

Desde entonces, se desarrolló en el Nuevo Reino de Granada un activo culto a las reliquias de los mártires, y no solo a estos en el sentido tradicional, sino a aquellos que se habían caracterizado por mortificar su cuerpo. El ideal de cuerpo sufriente como martirio ocupaba un lugar destacado, una práctica que se revela en el culto a estos cuerpos fragmentados. Esta es una de las razones por las cuales existe una estrecha relación entre la curación de la enfermedad y el uso del relicario, sobre todo de aquellos santos mártires o los que sobresalieron por su sufrimiento: el sufrimiento curaba el sufrimiento. La monja Francisca del Niño Jesús, muerta en 1709 en olor de santidad, dedicaba parte de su tiempo a curar con reliquias: “era sin ponderación tal el deseo de su cobro de su salud de muchas personas principales, que andaban a buscar reliquias y imágenes milagrosas, para que con su presencia, tacto y veneración se consiguiese tan deseado fin”74. Los tres elementos, presencia, tacto y veneración revelan la importancia del cuerpo fragmentado, pues los santos estaban ahí presentes, se les debía venerar y por su contacto ocurrían los milagros. Como Francisca, el arzobispo Almansa y Pedro Claver también curaban con el empleo de reliquias75. Este culto en el siglo XVII era relativamente importante, porque se carecía, además, de reliquias de santos propios. En México y Perú, por ejemplo, debido a la cantidad de venerables, había mucha circulación de sus reliquias y un culto muy extendido hacia ellos76.

Las reliquias tenían una doble condición: un objeto material que participaba de la gracia sobrenatural por su contacto con la materialidad, las virtudes y los méritos de los santos, en este caso, mártires. Para Bouza, en consecuencia, estas resultaban en “materizaciones sensibles, localizadas y concretas de una epifanía; manifestaciones de una presencia divina que ofrecen la posibilidad de tocar, ver e incluso oler lo sobrenatural”77. Precisamente esta materialización del objeto de devoción y la manera como afectaba los sentidos, se convertían en modelos de imitación y fuentes de milagros. No era gratuito que la revitalización de este culto a partir de Trento funcionara como un programa de difusión de prodigios y milagros78.

Los relicarios proporcionaban sentido al objeto-cuerpo- fragmentado que contenían. No era lo mismo que una “canilla” —hueso de la pierna— o un “casco” —fragmento de cráneo— se encontrara dentro de un torreón, un medio cuerpo, un cofre, un cuadriángulo, un castillo, una pirámide, una cabeza, un cáliz o una redoma. La reliquias contenidas en los torreones y castillos, por ejemplo, se exhibían como “piezas de batir contra el demonio”79, mientras que los medios cuerpos recordaban la importancia de traer al pecho las reliquias como objetos de imitación. Y esta costumbre se encuentra en algunos casos de vidas ejemplares neogranadinas, por ejemplo, el relicario con un dedo de Claver que conservaba su comunidad en Cartagena, el cual, bien llevado al cuello, tenía la capacidad de sanar a los enfermos80.

Esta es la razón por la que la muerte de los sujetos virtuosos suscitaba tanto alboroto social. Durante el entierro de Francisca del Niño Jesús, la gente se arrojó sobre el cuerpo con tijeras para tomar reliquias de la monja. Atajados por la custodia del cadáver, pero “no obstante llevose la corona y la palma de flores de mano el mismo Señor arzobispo, el velo, el señor presidente, la Toca el señor provisor, los ramilletes de flores de manos los señores oidores y demás graves personas, según pudo la diligencia de cada uno lograrlos”81. Interesante es la distribución de funciones en el cuerpo místico de la monja como una representación del cuerpo social: lo que corresponde a la cabeza, Iglesia y Estado, representado en corona y velo, igual lo que corresponde al provisor y oidores. De fondo se encontraba la idea de la “conformación afectiva”, es decir, el proceso pasional de apropiamiento del santo82, y tomar una reliquia era dar paso a este apropiamiento.

La reliquia del sujeto ejemplar era la prueba palpable de la santidad, y como tal estaba en función de la reforma de las costumbres por imitación. El asunto se abre en dos perspectivas, por un lado la resignificación de las reliquias como impacto en el espacio urbano, y, en segundo lugar, la sacralización del espacio. La adquisición de reliquias se convirtió en un ritual urbano que proporcionaba sentido; simbólicamente las reliquias, una especie de reactualización de su poder para hacer milagros, aseguraban la protección de Dios sobre la ciudad y sus ciudadanos. A la muerte de un sujeto ejemplar, la ciudad se volcaba a la adquisición de un fragmento o una muestra de un objeto en contacto con el sujeto. Cuenta Villamor que cuando Francisca murió, de su cuerpo fallecido brotó, horas más tarde, agua pura por una vena de la cintura por donde se le había practicado un sangrado la noche anterior. Después de este acto maravilloso, empezó a salir gran cantidad de

sangre fina, sin corrupción ni fetor, líquida como si saliera de un cuerpo vivo, cuya efusión duró hasta el día siguiente que la enterraron. Divulgose fuera la noticia del fallecimiento de esta madre, corriendo al mismo tiempo entre la ciudad la maravillosa efusión de agua y sangre que despedía por la fuente de aquella vena y convocada con tan extraño suceso, mucha parte de sus moradores, de todos estados y sexos, a certificarse de ellos, y venerándola como a sierva de Dios, deseaban ser partícipes de aquella sangre vertida, si noble por su linaje, nobilísima por sus esclarecidas virtudes. Pedían a la puerta y torno de aquel monasterio alguna sangre, trayendo la devoción de muchos sus vidrios y aseadas vasijas prevenidas, para que de ella les diesen por reliquia83.

Se repartió entre la población no solo su sangre, sino su cama en astillas y su ropa hecha jirones por las monjas de su convento de El Carmen para complacer a sus devotos. El cuerpo de la monja ha encarnado a Cristo y por eso de su herida en el cuerpo, tal como le sucedió a Cristo en la cruz, también brotan agua y sangre. El asunto no termina aquí, el relato también tiene un carácter urbano: el valor de la sangre noble. La ciudad se lanza para adquirir una reliquia; sus usos eran evidentemente curativos, como después se comprobará en la medida en que avanzaban los procesos de santidad.

La muerte del ejemplar se constituía en un acontecimiento benéfico para la ciudad. Los milagros se mueven entonces como una condición general de la sociedad, aunque estos se pidan de manera individual, sus efectos los recibe el cuerpo social. Pero también la eficacia del milagro se dirigía sobre aquellos que formaban parte mayoritaria de la población de la ciudad, los indígenas. La entronización de las reliquias tenía como intención buscar la ayuda sobrenatural para continuar con la labor de la evangelización. La función era llevar a cabo la sacralización del espacio que se comenzaba a construir84. Inducir a los nuevos en la fe hacia el culto de las reliquias constituía un mecanismo para fortalecer la evangelización, porque de alguna forma también se sustituía el culto a unos objetos tangibles —los ídolos— por otros —las reliquias—. Pero, también las reliquias sacralizantes del territorio obraron milagros de allí en adelante a generar en los indígenas una actitud más receptiva hacia la cristianización.

Finalmente, el discurso barroco sobre el cuerpo partía de unos modelos que habían alcanzado la perfección, su objetivo era cohesionar a la sociedad —cuerpo social— alrededor de la fe y acrecentar la exteriorización de los sentimientos religiosos85. El cuerpo teatral, el cuerpo mortificado, el cuerpo gestual y el yaciente-fragmentado, temas barrocos por excelencia, buscaban espiritualizar la vida cotidiana a partir de un discurso que hacía del cuerpo exhibido un material con el que se pretendía construir el cuerpo en un escenario de desengaño. De este modo adquiría sentido la idea del cuerpo sufriente, una experiencia mística necesaria para que la corporeidad no solo fuera un obstáculo y un enemigo a vencer, sino también un espacio teatral poseído por el alma. Como modelo social, la imagen del cuerpo sufriente del virtuoso actuaba a la manera de una “cárcel de purificación” cuya función era cohesionar la sociedad. La vida era teatro donde actuaban cuerpos. El cuerpo era una obsesión, ya se tratara del cuerpo fragmentado —la reliquia—, el cuerpo oloroso —la muerte—, el cuerpo humillado —la mortificación— o el cuerpo paciente —el otro—. Los discursos barrocos eran relatos de cuerpos, objetos de imitación para construir sujetos dóciles que formaran el cuerpo místico, el cuerpo social. La espiritualización del cuerpo sugería modos de domesticar lo que por naturaleza era frágil y susceptible de corrupción.

64. Sobre la muerte barroca ver: Philippe Aries, El hombre ante la muerte, pp. 249- 294.

65. En la Nueva Granada el tema de la muerte fue ampliamente tratado en casi todos los géneros discursivos. A manera de textos donde tratan la muerte como un núcleo central de su discurso, ver, por ejemplo, la obra de Pedro Solís deValenzuela, El desierto prodigioso, o el prodigio del desierto; o la poesía de Hernando Camargo.

66. José Luis Sánchez Lora, op. cit., p. 433.

67. Rafael Sánchez-Concha Barrios, Santos y santidad en el Perú Virreinal, p. 277.

68. Las reliquias como problema histórico no han sido una preocupación historiográfica, sin embargo, hay algunos trabajos que recogen su conformación, así como las etapas históricas de su culto. Véase, por ejemplo, a José Luis Bouza Álvarez, op. cit., pp. 23-35; También el trabajo clásico de Hippolyte Delehaye, Les origines du culte des martyrs, Bruselas, Société des Bollandistes, 1933.

69. Jacques Gelis, op. cit., p. 84.

70. Ibíd., p. 85.

71. Ángeles García de la Borbolla, “La materialidad eterna de los santos. Sepulcros, reliquias y peregrinaciones en la hagiografía castellano-leonesa (siglo XIII)”, p. 11.

72. Pedro de Mercado, Historia de la Provincia del Nuevo Reino y Quito de la Compañía de Jesús, p. 72.

73. Pedro Solís de Valenzuela, Epitome breve de la vida y muerte del ilustrissimo dotor don Bernardino de Almansa, p. 46. El conflicto entre las dos ciudades, pp. 49-54.

74. Pedro Pablo de Villamor, op. cit., p. 331.

75. Pedro Solís de Valenzuela, op. cit., p. 9; Josef Fernández, op. cit., p. 286.

76. Antonio Rubial, “Cuerpos milagrosos. Creación y culto de las reliquias novohispanas”, pp. 7-10.

77. José Luis Bouza Álvarez, op. cit., p. 42.

78. José Luis Sánchez Lora, op. cit., p. 318.

79. Pedro de Mercado, ibíd., p. 72.

80. Josef Fernández, op. cit., p. 673.

81. Pedro Pablo de Villamor, op. cit., p. 349.

82. Giovanni Careri, “El artista”, p. 355.

83. Pedro Pablo de Villamor, op. cit., pp. 343-344.

84. Rubial muestra un proceso similar en Nueva España y la manera como fueron utilizadas las reliquias para la evangelización. Antonio Rubial, ibíd., p. 15.