Violencia
—Mama, jue que los indios le mataron a él la jamilia, y como puaquí no hay autoridá, tié uno que desenrearse solo. Ya ven lo que pasó en El Hatico: macetearon a tóos los racionales y toavía humean los tizones.
En el bongo de las mujeres van los chicuelos, a pleno sol, mojándose las cabecitas para no morir carbonizados. Parten el alma con sus vagidos, tanto como las súplicas de las madres, que piden ramas para taparlos.
De allí en adelante, el lente fotográfico se dio a funcionar entre las peonadas, reproduciendo fases de la tortura, sin tregua ni disimulo, abochornando a los capataces, aunque mis advertencias no cesaban de predicarle al naturalista el grave peligro de que mis amos lo supieran.
Y cuando pasamos junto a un caney, cercano al río, vi un grupo de niñas, de ocho a trece años, sentadas en el suelo, en círculo triste. Vestían todas chingues mugrientos, terciados en forma de banda y suspendidos por sobre el hombro con un cordón, de suerte que les quedaban pecho y brazos desnudos.
Desde allí miraron pasar la primera ronda. A semejanza de las cenizas que a lo lejos lanzan las quemas, caían sobre la charca fugitivas tribus de cucarachas y coleópteros, mientras que las márgenes se poblaban de arácnidos y reptiles, obligando a los hombres a sacudir las aguas mefíticas para que no avanzaran en ellas.