El cuerpo exhibido, purificado y revelado
experiencias barrocas coloniales

El teatro del cuerpo

El cuerpo habla. La cultura de los siglos XVI y XVII se apropió del cuerpo de una manera como no se había hecho en lossiglos precedentes. La aparición de manuales de urbanidad moralizados, las retóricas y los tratados de fisiognomía  y quironomía  —arte de leer los actos del cuerpo y las posiciones de las manos, respectivamente—  trataban de descifrarlos lenguajes del cuerpo. La pintura, la escultura, la poesía y las demás artes intentaban establecer ese nexo, escurridizo desde la antigüedad, entre el hombre interior y el exterior. La cristiandad medieval había fundamentado su visión del cuerpo empleando los aportes de aquellas civilizaciones sobre las cuales se fundó, pues el cuerpo, su belleza y signos ya eran una preocupación desde las tradiciones clásicas griega y romana. De todas las posibles lecturas, la platónica, cristianizada por Agustín de Hipona, hizo carrera. El dualismo como antinomia cuerpo-alma se asentó en la cristiandad occidental. Sin embargo, fue en estos siglos en los que el avance de la conciencia individual postuló una nueva forma de referirse al cuerpo. El cuerpo hablaba, y hasta la mística trataba de descifrarlo.

Las normas corporales, los gestos, la perfecta belleza, en fin, el conjunto de discursos del cuerpo fue representado idealmente por las artes. El cuerpo comenzaba un proceso de liberación y secularización, aunque su interpretación aún dependía del catolicismo, esta vez bajo la influencia del concilio de Trento. Bajo sus efectos se intentó comprenderlo bajo la antigua premisa que dominó hasta el siglo XIX: el cuerpo manifiesta el alma. La mirada es la “puerta” o la “ventana” del corazón, el rostro el “espejo del alma”, el cuerpo la “voz” o la “pintura” de las pasiones”2. Los avances de la conciencia individual y un tanto secularizada de la corporeidad hasta se plasmaron en la inscripción del cuerpo en la mística del siglo XVII, elemento que trazaba la diferencia con la espiritualidad medieval. La mística devino, como la llama De Certeau, en una “heterología”, un saber inaccesible sobre “el otro” (el loco, el salvaje, el idiota, el espiritual) que no logró sobrevivir más allá de ese mismo siglo3. Para Certeau se necesitan tres condiciones para que se pueda desarrollar la experiencia mística: la voluntad de comunicación con Dios; la condición de ofrecer el yo(cuerpo) como lugar de comunicación; y la representación del contenido de la comunicación por el lenguaje. El cuerpo adquiría un lugar, se convertía en una conciencia, cuya experiencia se evidenciaba en todos los espacios de la vida cotidiana. Esta vinculación entre cuerpo y mística revela el gran proyecto del cristianismo barroco, la espiritualización del cuerpo: la vida debía construirse a partir del deber de la santidad, lo que obligaba a crear unas nuevas comunicaciones corporales por medio de las cuales el cuerpo se perdía del antagonismo bueno-malo con respecto al alma. Para el efecto, la teatralidad barroca se trasladó al cuerpo: a este se le aportó un aparato escénico y un lugar de representación.

El objetivo de teatralizar el cuerpo era la construcción de sujetos dóciles que formaban el cuerpo místico, el cuerpo social, útiles en una sociedad dominada por monarquías absolutas y sus reinos en ultramar, como la Nueva Granada. La espiritualización del cuerpo sugería modos de domesticarlo que por naturaleza era frágil y susceptible de corrupción. Aquí reside la importancia del sujeto santo, en él se encarnaba el ideal discursivo de los usos del cuerpo. Como en ningún otro momento de la historia pasada, el cuerpo espiritualizado se hizo presente: el santo representaba el espíritu inmortal, imperecedero y, especialmente, obediente. Y, por supuesto, estas experiencias que provenían de la España contrarreformada fueron aceptadas en los territorios coloniales.

El cuerpo del santo o el cuerpo ideal

La santidad era consubstancial para quien escogía la vida eclesiástica, pero a partir del siglo X se abrió la posibilidad de una santidad no monástica4, cuyo resultado más visible fue la invención del laico5 y su incorporación a la santidad. Los cambios más drásticos se introdujeron en el siglo XVII con las reformas de Urbano VIII, quien modificó y endureció los procedimientos para acceder a la santidad canónica. Esto ocurrió en el momento en que avanzaban dos elementos que caracterizarían la cultura barroca: la idea de desengaño y la santidad como una obligación para todos los creyentes.

El desengaño era una particular visión del mundo que partía del principio de la desconfianza frente a la red de valores con la cual se veía el mundo, un resultado del incipiente proceso de secularización que avanzaba desde el siglo XVI. En un mundo donde imperaban sentimientos de autosuficiencia y abandono de las virtudes cristianas, los sentidos engañaban, mostraban falsas realidades relacionadas con aquello que afectaba directamente la conciencia de corporeidad: las vanidades, la muerte, el sufrimiento, la enfermedad. Para el efecto, había que desengañarse, es decir, ver con el “ojo interno” para poder observar a través de las apariencias. En este sentido, la vida era una puesta en escena, una representación donde solo aquellos que seguían ciertas virtudes, se desengañaban, podían ver lo que estaba detrás de lo perceptible por los sentidos. Aquí encontraba su lugar la obligación de la santidad a la que estaba llamado todo bautizado, para vivir desengañado. Por esta razón, la cultura barroca valoró al santo canonizado, estos eran sujetos que habían logrado superar el engaño de los sentidos y habían utilizado—mortificado— su cuerpo para lograr la unión con el alma.

El cuerpo se convirtió en una obsesión. Se trataba de llevar a cabo su espiritualización, pues no podía haber contacto con Dios sino por medio del cuerpo. La relación cuerpo-espíritu fue uno de los grandes avances barrocos, pues de pronto se convirtió en el instrumento que exteriorizaba el alma, pero con la condición de que dicha exteriorización debía manifestarse como sufrimiento. La representación del cuerpo espiritualizado se sugería en los tratados; esta era la retórica de los gestos:

“La devoción, de rodillas, las manos juntas, o levantadas al cielo, o al pecho, la cabeza levantada, los ojos elevados, lagrimosos, y alegres, o la cabeza baja, y los ojos cerrados, algo suspenso el semblante, siempre el cuello torcido, o las manos enclavijadas, también tendidos al suelo, o muy inclinado el rostro casi hasta la tierra, los hombros encogidos, y otras acciones según el efecto del devoto, que puede, o rogar, o ofrecer, triste, alegre, o admirado, que todo cabe en la devoción”6.

La idea de que lo corporal facilitaba el acceso a lo sagrado se desarrolló a partir del siglo XII. Aunque no se excluía a los hombres, la relación cuerpo-sacralidad se sostuvo en función de la mujer7. A partir de esta tradición asumida por el Barroco, la teatralización de los gestos se convirtió en mecanismo para demostrar la santidad, que debía fundamentar lo cotidiano. La santidad, o, lo que es lo mismo, la espiritualización del cuerpo, se ensambló en diversos grados para que todo cristiano pudiese acceder a ella8. El discurso de la mística como experiencia cotidiana permitió crear uno de los elementos característicos del Barroco que se debía reflejar en las prácticas externas de la piedad, una espiritualidad interior, lo cual requería del cuerpo. Para De Certeau, “en todos los casos que se trate de reformar una Iglesia, de fundar una comunidad, de edificar una “vida” (espiritual) o de preparar(se) un ‘cuerpo glorioso’, la producción de un cuerpo desempeña un papel esencial en la mística”9. En las prácticas sociales, el ascenso del cuerpo como escenario planteó nuevas formas de comunicación. El aspecto novedoso de esta comunicación fue el establecimiento de nuevas formas de relación cuerpo-alma, la búsqueda de la santidad a través del cuerpo. Esto significaba darse a la tarea de ofrecer un cuerpo al espíritu para encarnar el discurso espiritual.

El cuerpo y el alma

Si el cuerpo espiritualizado era el modelo ideal, ¿cómo entendió la cultura barroca las relaciones cuerpo-alma? Existe un presupuesto muy conocido que afecta la producción del sentido del proceso de espiritualizar el cuerpo: la idea de un dualismo extremo de origen agustino que separaba el cuerpo y el alma como dos enemigos radicales. Sin embargo, en la Edad Media se creía que el cuerpo había tenido una condición angélica antes de la Caída, el cual había gozado de las prerrogativas de su estado de beatitud y gloria. Era un cuerpo puro e incorruptible, estado al que regresaría al final de los tiempos después de los acontecimientos escatológicos10. Mientras el cuerpo tuviera su condición terrena, el ideal cristiano era preparar lo escatológico a partir de una serie de prácticas que permitirían adelantar dicha experiencia.

Los teólogos bajomedievales no consideraban que el cuerpo y el alma fueran enemigos, ni aquella tradicional idea de origen platónico de que el cuerpo es la “cárcel” del alma. Más bien percibían a la persona como una unidad psico-somática11.Esta herencia fue apropiada por el humanismo, desarrollada en el Barroco y experimentada en la Nueva Granada, como lo hace el jesuita Diego Solano en la biografía de Antonia Cabañas:“Y si el alma como dixo Séneca [Senec Ep 32] es una deidad que el cuerpo humano tiene por huésped; quiso hacer de ella un purísimo relicario en quien como propio dueño tuviera morada  Christo Señor nuestro Esposso suyo”12. En el discurso barroco el cuerpo se convirtió en un instrumento de perfección del alma. El alma era huésped del cuerpo, y este estaba sacralizado por el bautismo. La espiritualización del cuerpo no implicaba necesariamente una dicotomía sino el ejercicio de una serie de prácticas como la enfermedad, la mortificación o el dolor que permitían que este se relacionara teatralmente con el escenario donde estaba ubicado. Se trataba de tres vehículos distintos para establecer las armoniosas relaciones o los procesos de purificación. Este fue uno de los grandes avances del siglo XVII con respecto a las conexiones cuerpo-alma, pues se trataba de crear una serie de relaciones compartidas entre las dos partes constitutivas de la condición terrena13.

La cultura barroca explicó las relaciones cuerpo-alma desde la tradición clásica que la cristiandad medieval ya había absorbido sin dificultad. Como Solano, otro neogranadino, Pedro de Mercado narraba a sus lectores qué componía al “hombre”:

Hombre desapasionado es el que mortifica y tiene a raya sus pasiones. Llámolo hombre, porque este es un compuesto de alma y cuerpo, y en él hay (fuera de la voluntad) una potencia compuesta de alma y cuerpo, que se llama apetito sensitivo irascible y concupiscible, y se llama también sensualidad. Esa potencia o apetito produce algunos efectos que se llaman pasiones. Unas son de la parte concupiscible, con la cual el hombre se va tras lo que aprehende como conveniente y desecha lo que le parece disconveniente. Otras pasiones son de la parte irascible, con que resiste el hombre a las cosas arduas, que imagina disconvenientes14.

Además de estos tres apetitos, la sensualidad como potencia que generaba las pasiones y sus relaciones con la mortificación, el alma —siguiendo la misma lógica clásica integrada en los catecismos postridentinos — se guiaba por tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. Las tres estaban en función del conocimiento de Dios y debían gobernar sobre las afecciones del cuerpo: el entendimiento servía para conocer a Dios; la memoria para reconocer su ley; y la voluntad junto a libre albedrío, para reconocer su amor, según la tradición, el único válido15. La relación cuerpo y alma se encontraba mediada por esta compleja correspondencia de apetitos y potencias. Las virtudes, pecados y mortificaciones se entendían como afectaciones de una de estas partes del alma sobre una parte del cuerpo: no era lo mismo que el apetito concupiscible afectara la voluntad a que lo hiciera sobre el entendimiento. Los efectos podían ser diferentes dependiendo de la parte del alma que afectaba al cuerpo. Por ejemplo, las pasiones eran uno de los principales objetivos para domesticar por medio de la mortificación. Se definían como “inclinaciones sobresalientes del apetito sensitivo acerca de varios objetos”, de modo que las operaciones vitales que ejercía el alma tenían sus correspondientes consecuencias sobre el cuerpo, lo que se denominaba “humores”: si en el alma había pasión de ira, en el cuerpo aparecía el humor de cólera; si en el alma había pasión de tristeza, en el cuerpo humor de melancolía; a la pasión de la pereza, en el cuerpo el humor de flema; a la pasión de la sensualidad, el humor húmedo y cálido de la sangre16.

El uso de los sentidos estaba precisamente en función del alma racional y estaba en estrecha relación con las potencias del alma. Es decir, lo que sucedía en el alma se reflejaba necesariamente en el cuerpo; el tratamiento al cuerpo se reflejaba en el alma, y los sentidos eran los canales que comunicaban estas dos partes. Aquí reside la explicación de la importancia que la cultura barroca le otorgó a la mortificación. El  autocastigo era un método de perfección al cual se obligaba todo sujeto por el bienestar del cuerpo social: refrenarse evitaba el pecado, lo que contaminaba menos a la sociedad.

2. Jean Jacques Courtine, “El espejo del alma”, p. 294.

3. Certeau justifica su desaparición al momento en que sus prácticas lograron ser reinterpretadas desde otros conjuntos teóricos: “en el lugar ocupado por la mística no quedaron sino depósitos de fenómenos psíquicos o somáticos dominados pronto por la sicología o la patología”. Ver: Michael de Certeau, La fábula.

4. Vito Fumagalli, Solicitudo carnis. El cuerpo en la Edad Media, p. 55.

5. Norma Durán, Retórica de la santidad, cap. 4; Antonio Rubial, La santidad controvertida, pp. 25-30.

6. Vicente Carducho, Diálogos sobre la pintura, p. 258.

7. Caroline Walker Bynum, El cuerpo femenino y la práctica religiosa en la baja Edad Media, p. 167. Esta autora también encuentra una mayor disposición de la cultura bajo medieval para que la mujer fuera más afecta a las cosas de la devoción. El ordenamiento social la hacía más disponible hacia el cuidado corporal de los jóvenes, a los enfermos y los muertos. Además, desempeñaba funciones litúrgicas asociadas con la maternidad y las nupcias. En esta medida se identificaba con el prototipo de la Virgen, p. 176.

8. Julio Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa (siglos XVI y XVII), pp. 100-104. En el Reino de Nueva Granada, el prolífico autor Pedro de Mercado trató el problema en varios de sus libros. Por ejemplo, en El cristiano virtuoso (capítulo 2), justifica la obligatoriedad de llevar una vida religiosa sin pertenecer a una orden.

9. Michael de Certeau, op. cit., p. 98.

10. Sobre este contexto filosófico y teológico, véase Nadia Tazi, Los cuerpos celestes: varias etapas en la vía hacia el paraíso, pp. 530-536.

11. Caroline Walker Bynum, op. cit., p. 193.

12. Diego Solano, Vida ilustre en esclarecidos ejemplos de virtud de la modestísima y penitente virgen Doña Antonia de Cabañas, (manuscrito), f. 119.

13. Para Porter, estas relaciones cuerpo-alma se presentan como una prerrogativa que trata de explicar y reprimir el desorden; como también una cultura que relacionaba no solo el cuerpo con el alma, sino ahora con la mente. Roy Porter, Historia del cuerpo, p. 267.

14. Pedro de Mercado, op. cit., p. 39.

15. Jerónimo Ripalda, S. J. (1616), Catecismo de la doctrina cristiana, http://www.mercaba.org/FICHAS/CEC/catecismo_ripalda.htm. Consultado marzo de 2006. Preguntas 417-421.

16. Miguel Godinez, Practica de la Theologia mystica, p. 29.