El cuerpo exhibido, purificado y revelado
experiencias barrocas coloniales

Mortificar para purificar

Para imitar a Cristo N.S en el amor y zelo de las almas, hemos de perseguirnos a nosotros mismos, y para ser suyos hemos de dejar de ser nuestros, y esta persecución de nosotros mismos,  a  de ser dándonos lo que no queremos, convirtiendo lo amargo en dulce de todas las adversidades que nos vengan por Dios. No hay otro camino para la vida más alto, y seguro, ni cosa a dios mas acepta, que padecer de buena gana por Cristo.
Pedro Claver17

El proceso de secularización, como pérdida de sentido de lo sagrado, estuvo acompañado de una lenta mitificación del amor. La palabra de Dios comenzó a ser sustituida por el “cuerpo amado”, pero este, como Dios, se constituye en una pérdida18. En este escenario aparece la mística que se extiende del siglo XII al XVII, que para Michel de Certeau expresa una erótica del cuerpo-Dios, es decir, un proceso en el que el cuerpo adquiere una dimensión espiritual y el alma una dimensión corporal:

Su literatura tiene, pues, todos los rasgos de aquello que combate y postula: es la puesta en prueba, por el lenguaje, del paso ambiguo de presencia a la ausencia; da testimonio de una lenta transformación de la escena religiosa en escena amorosa, o de una fe en una erótica; cuenta cómo un cuerpo “tocado” por el deseo y grabado, herido, escrito por el otro, reemplaza a la palabra reveladora y enseñante. Los místicos luchan también con el duelo19.

El cuerpo se convierte entonces en una mediación entre él mismo y el alma, entre lo material y lo espiritual. Esta tensión concreta una vieja aspiración del cristianismo20, la espiritualización del cuerpo y la erotización del alma. Esta experiencia adquiere su mayor dramatismo en aquel barroco que considera el cuerpo como un espacio teatral: los sujetos están atrapados dentro de un escenario, el perfecto lugar para ejercer la perfección que se logra por el ejercicio de la (auto)violencia. En la experiencia cultural medieval, y en buena medida debido a la ausencia de poderes centralizados, la violencia estaba atomizada, no había espacios que la regularan o la canalizaran. Las condiciones generadas durante los siglos XVI y XVII, especialmente la aparición del Estado absolutista, aportó una situación diferente, este se convirtió en su canalizador y dispensador, lo que abarcaba diferentes escenarios de la vida social, política y cotidiana21. Esto explica por qué el Barroco es una cultura que se vuelve integradora de las relaciones sociales a partir del uso de la violencia.

El cuerpo como mediación

La violencia actuaba como una forma de integración a una comunidad con unos valores determinados22. Precisamente por esta condición, en ninguna otra época la violencia se ensañó tanto sobre el cuerpo: este, como teatro, era un espectáculo. Bastaría recordar cómo Foucault, en una de sus conocidas obras, Vigilar y castigar, inicia su reflexión sobre el nacimiento del castigo con el caso de un regicida, cuya ejecución se convierte en un acto público, barrocamente diríamos, en una representación23. El acto público tenía entonces una función pedagógica y catártica: enseñaba lo que le ocurría al que tenía mal comportamiento, lo que lo convertía en un eficaz instrumento de corrección. Pero, catárticamente era el acto de “limpiar” el delito colectivo, la cristiana idea de que la sangre limpia.

Y, por supuesto, estas eran prácticas que desbordaron el escenario europeo, pues también se llevaron a cabo en el Nuevo Reino de Granada. La justicia civil ejecutaba públicamente a los reos, como también el tribunal de la Inquisición ocasionalmente hacía sus autos o autillos de fe en Cartagena. Se trataba de una compleja ceremonia en donde desfilaban los acusados con símbolos que mostraban públicamente su delito de fe: mordazas para los blasfemos, corazas para diferentes delitos, etc., acompañados de sus padrinos y con la participación de todo el cuerpo social24.Este tipo de violencia tenía como fin la coerción: se exponía al reo a vergüenza pública para que los testigos aprendieran con el castigo ejemplar. De paso, este se constituía en un ritual catártico para limpiar los pecados de la colectividad25. Aquí cobraba sentido la función de la mortificación del sujeto virtuoso para el cuerpo social, encarnar en su cuerpo, físicamente, el sufrimiento de la sociedad; autoinfligirse dolor para que el otro se salve. El cuerpo del virtuoso se contraponía al cuerpo del vicioso, aquel que será castigado para ejemplo de los demás.

Precisamente esta relación de dos cuerpos, el virtuoso y el vicioso, evidencia el sentido que contienen los cuerpos como teatro. Castigar al cuerpo como acto individual tenía diversas connotaciones, como también el concepto de mortificación, definido originalmente en el siglo XVIII como “virtud que enseña a refrenar los apetitos y pasiones, por medio del castigo y la aspereza con que se trata el cuerpo exteriormente, o con que interiormente se reprime la voluntad”26. La mortificación era el acto privativo de ejercer una represión sobre los sentidos, las pasiones y la voluntad. Si se recurre a la definición que proporciona uno de los tratados de mística que más circuló en el Nuevo Reino, la Practica de la theología  mystica del jesuita Miguel Godinez,  se entiende mejor su sentido: “La mortificación es cualquier obra penosa que hacemos o padecemos libremente: divídase en obras penales, corporales: en refrenación de pasiones y sentidos; y en la abnegación de los propios quereres espirituales”27. La presencia de la mortificación como un aspecto integrado a la cultura colonial, pone en juego una paradoja: se entendía la mortificación como un ejercicio que pretendía ahondar en la pérdida de voluntad, la conciencia de sí, pero esto sucedía en un mundo donde avanzaba el individualismo. Esta práctica fue, paradójicamente, el eslabón que unía lo medieval con la modernidad, entendida esta última como la expresión de la conciencia del cuerpo. La mortificación hacía precisamente eso, concientizar al sujeto de sus sentidos —vehículos donde se trasladaba el engaño del mundo— y de su cuerpo situado.

Mortificar el cuerpo para salvar el alma

La importancia de que cualquier sujeto colonial ejerciera la mortificación sobre el cuerpo se debía a que era una condición transitoria. Se le tenía por un familiar enemigo28, expresión empleada por Pedro Calvo de la Riba, otro autorneogranadino, que dejaba traslucir la compleja relación del sujeto con su cuerpo. Este portaba la pasión, por extensión, el pecado, lo que proporcionaba un lugar a la mortificación. En el siglo XVII se estableció que había tres vías para llegara la perfección: la primera era la purgativa que, de acuerdo con el método, servía para abandonar el pecado, para lo cual utilizaba la mortificación, la penitencia y la lucha contra la concupiscencia. Luego venía la iluminativa en la cual se propiciaba el cultivo de las virtudes para conocer más a Dios; y, finalmente, la vía unitiva, o unión con Dios y cumplimiento de sus designios29. En la vía purgativa, la mortificación estaba estrechamente relacionada con el cuerpo. Siguiendo a Godinez ,la mortificación tenía una especie de jerarquización, es decir, lo que se sugería como forma de penitenciar el cuerpo dependía del nivel de perfección que tenía, o al que aspiraba, el cristiano, independientemente de su estado laico o religioso30:a los más virtuosos, los cilicios y las disciplinas, a los menos, los ayunos y penitencias menos severas.

En primera instancia, el valor social de la mortificación formaba parte de los ejercicios de control de la corporeidad para abrir el camino de la espiritualidad. Sin embargo, las implicaciones eran más complejas. La cultura barroca se ensambló bajo el establecimiento de mecanismos para lograr un efectivo control de los sujetos. Las instituciones no solo se encargaban de este proceso, sino también de instaurar ciertas prácticas como esta de la mortificación, que de fondo tenía una clara función social: crear sujetos autocontrolados. Un cuerpo social compuesto por sujetos autocoaccionados canalizaba de mejor manera la violencia social, lo que generaba sujetos dóciles a las necesidades del Estado colonial. La mortificación se basaba en el santo odio a sí mismo, lo que significaba que la pérdida de la confianza en sí mismos acrecentaba la confianza en el Estado y la Iglesia.

El santo odio a sí mismo, que tanto fascinó al Barroco, pretendía que el sujeto demostrara el abandono del placer o la satisfacción propia mediante un “proceso de sumisión, sacrificio y sufrimiento que se encaminaba a la anulación de la conciencia de sí, a la represión de cualquier tendencia al individualismo, gracias a la reprobación del valor de la propia personalidad”31. Es importante recordar que estamos hablando de una sociedad sacralizada y corporativa, donde la conciencia de pecado y mortificación no era solo un acto individual, sino que afectaba a toda un comunidad. Por esto, la autoviolencia sobre el cuerpo se transformaba en prueba de sacrificio por una comunidad, discurso que con mucha frecuencia se trasmitía en la pintura de los santos mortificados. Sin embargo, el autosacrificio, entendido como un acto deliberado y concertado sobre el cuerpo para purgar los pecados y actuar sobre la carne, era un ambiguo gesto simbólico en la medida en que por un lado se comportaba como una negación del cuerpo, pero por otro lado se trataba de “una agonía erótica”, como la llama Graciano, en la medida en que se exaltaba el cuerpo siempre y cuando fuera lastimado32.

La violencia sobre sí confirmaba la pertenencia del sujeto al cuerpo social, pues era caridad hacia los demás, en el sentido en que era imitar el sufrimiento en su cuerpo, como Cristo sufrió en el suyo. Este fue sin duda el modelo prototípico que inspiró el cuerpo barroco, el cuerpo del Cristo de la Pasión. Con el autocastigo se imitaba la vida de Cristo, con el dolor se revivía la pasión en sus propios cuerpos. He aquí la gran importancia simbólica del convento colonial: la parte del cuerpo social llamada voluntariamente a sufrir por la salvación del conjunto social. El cuerpo de las monjas se transformaba en un espacio sagrado cuando, al lacerarse, se constituían simultáneamente en altar, víctima y sacerdote, es decir, concentraban en su cuerpo los elementos del sacrificio y de la víctima propiciatoria, como en antaño lo hicieron los mártires33.

La mortificación era entonces una forma atenuada de martirio; su mejor modelo eran los mártires quienes fueron la primera forma reconocida de santidad, sujetos que en sus cuerpos encarnaron el ideal crístico de morir para otra vida. No es gratuito que el culto a los mártires se haya reactivado después del concilio de Trento, especialmente con el redescubrimiento en Roma, en 1578, de los antiguos cementerios cristianos donde yacían los mártires. A partir de entonces se desperdigaron sus reliquias por todo el mundo cristiano34.Los mártires de la Iglesia primitiva se barroquizaron desde aquel momento como prototipos inalcanzables de sacrificio y perfección. Los mártires mediaban entre lo sagrado y lo profano en el espacio de lo cotidiano, ayudaban a construir el comportamiento sumiso que tanto necesitaban las autoridadescoloniales35. Simbolizaban el autocontrol y la paciencia hacia la vida atribulada, eran ejes de la comunidad a la que representaban, surgían dentro de ella y a ella regresaban, patronos invisibles que ejercían una autoridad cósmica. Por esta razón fueron el tema iconográfico más representado en la Nueva Granada, especialmente bajo las figuras de santa Bárbara, Catalina de Alejandría, Úrsula, y algunos santos modernos, como Rosa de Lima, famosa por la forma como martirizaba su cuerpo36.

Los santos teatralizaban la mortificación. El discurso barroco de esta práctica habitualmente se montó sobre la escritura, de modo que podía ser trasmitida por medio de las tecnologías de la palabra como el sermón, la prédica y la lectura. Las narraciones de las mortificaciones se montaban sobre una escenografía y contenían una experiencia teatral: eran puestas en escena, que hacían descripción estan vívidas que retóricamente incitaban al pathos, es decir, un llamado para mover los sentimientos del lector. Además, echaban mano de una de las técnicas de representación más utilizadas en el Barroco, la composición de lugar37. Villamor relata una de las disciplinas de la venerable neogranadina Francisca del Niño Jesús:

Uno de estos días, rebosando en fervores, y creciendo en amor de la penitencia, virtud tan celebrada de los santos, y tan fructuosa como necesaria; o a lo que se pueda entender, movida de la imitación de el muy paciente Jesús, herido a los impulsos de la crueldad judaica. Descargó sintiendo los golpes de la disciplina, sobre su macerado cuerpo, ya acardenalándole, ya hiriéndole; y finalmente ensangrentándole con la sangre que corría de las partes heridas. Duró este cruento furor contra sí misma por término de cinco horas, en que contó su ardiente deseo de padecer cinco mil golpes que descargó sobre sí. Ya se puede considerar, cual quedaría quebrantada en cuanto al cuerpo, pero muy alentada en el espíritu38.

Esta es una típica descripción: se pinta, textualmente, una imagen. La narración introduce una serie de elementos para proporcionarle verosimilitud, y las plausibles exageraciones, como los cinco mil golpes, las cinco horas, o los ríos desangre solo pretendían marcar el sentimiento de los lectores, hacerles participar en la escena, invitarlos a la meditación. Además, el comentario es claro, se quebranta el cuerpo pero se beneficia el espíritu.

Una segunda forma de teatralizar la mortificación fue la enfermedad. Estaba relacionada con la visión de mundo barroca, según la cual, la vida era un tránsito de sufrimiento, una experiencia en la que se debía buscar la purificación. La enfermedad era una forma de martirio, una alteración provocada por la acción del demonio. La salvación dependía de la resistencia del sujeto para lo cual también había ciertas instituciones coloniales, los hospitales, una práctica reservada a las comunidades religiosas, donde no solo se cuidaba el cuerpo, sino también se ejercían las virtudes de la paciencia y la fortaleza39. En cualquier caso, la enfermedad se comportaba como catarsis, un ejercicio de limpieza, que debía ser aceptada de la misma forma como se aceptaban las tribulaciones, con sumisión40. El cuerpo enfermo era una mediación sobre el alma, una manifestación de santidad y de la fortaleza espiritual que se derivaba de ella, un modelo ejemplar de acercarse a la muerte por el sufrimiento. La muerte por enfermedad le abría al cuerpo el camino de la resurrección. Constituía un llamado para la perfección del cuerpo, en otras palabras, la enfermedad era un gesto del alma, “la expresión física y exterior del alma interior”41, el lugar desde donde el cuerpo teatralizaba el alma.

Los santos se convirtieron en aquellos sujetos ejemplares que habían logrado espiritualizar el cuerpo por el dolor de la enfermedad. Esto les daba el poder de convertirse en taumaturgos, es decir, la virtud de curar las enfermedades, porque de algún modo su vida estaba relacionada con la enfermedad. Hasta el presente, herencia barroca, los santos son mediaciones para la curación del cuerpo enfermo, o para la sanación de una sociedad enferma. En este lugar se encuentra el sentido del milagro: quienes soportaban “santamente” el dolor de la enfermedad beneficiaban a la comunidad con el don de la curación. Pero también, en sociedades con ausencia de saberes médicos más instituidos, el recurso a los cuerpos fragmentados, las reliquias de los santos ejercían este poder casi mágico. A las lipsanotecas coloniales, el lugar donde se guardaban las colecciones de reliquias, se les llamaban la “botica celeste”.

La mortificación abría el camino para la espiritualización del cuerpo, con un fin preciso, sujetar el alma a la razón. Este discurso colaboraba en el proceso de hacer sujetos con la docilidad necesaria para establecer un imperio unificado, al menos en las creencias. La aflicción de los sentidos, así como el control de las pasiones, tenía plena justificación en tanto que era provecho para el alma. La perfección espiritual lograda por esta práctica tenía resultados sensibles, el alma se reflejaba en el cuerpo a través de los gestos.

17.. Citado por Josef Fernández, Apostólica y Penitente vida de el v.p Pedro Claver de la compañía de Jesús, pp. 509-510.

18. Michel de Certeau, op. cit., pp. 14-15.

19. Ibíd., p. 15.

20. Ronaldo Vainfas, Casamento, amor e desejo no Ocidente cristao, pp. 49-58.

21. La problematización de los sistemas de coacción a comienzos de la Edad Moderna se encuentran bien sistematizados en Norbert Elías, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, pp. 452-459.

22. José Luis Sánchez Lora, Mujeres, conventos y formas de la religiosidad barroca, p. 80.

23. Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, pp. 11-23.

24. La estructura y funcionamiento del tribunal en Cartagena se puede ver en: Ana María Splendianni, et al, Cincuenta años de inquisición en el tribunal de Cartagena de Indias. 1610-1660, tomo I, pp. 107-120.

25. Franz Dieter Hensel, “Castigo y orden social en América Latina colonial. El nuevo Reino de Granada”, pp. 144-146.

26. Real Academia Española, Diccionario de autoridades, tomo II, p. 612.

27. Miguel Godinez, op. cit., p. 26.

28. Pedro Andrés Calvo de la Riba, Historia de la singular vida, y admirables virtudes de la venerable madre Sor Maria Gertrudis Theresa de Santa Inés, p. 492.

29. Diego Solano, op. cit., (manuscrito), f. 36r.

30.. Miguel Godinez, op. cit., p. 27.

31. Marialba Pastor, Cuerpos sociales, cuerpos sacrificiales, p. 94.

32. Frank Graciano, Santa Rosa de Lima y el cuerpo sacrificial, p. 196.

33. Margo Glantz, El cuerpo monacal, p. 201.

34. Un ejemplo de la fuerza que tomó este culto a los santos y sus reliquias lo constituye el mismo Felipe II, compulsivo coleccionista quien llegó a componer una lipsanoteca con 7.422 reliquias. Con respecto a este culto por los mártires y sus reliquias, véase: José Luis Bouza Álvarez, Religiosidad contrarreformista y cultura simbólica del Barroco, pp. 23-55.

35. Marialba Pastor, op. cit., p. 186.

36. Jaime Humberto Borja Gómez, Discursos visuales: retórica y pintura en la Nueva Granada, pp. 179-180.

37. Acerca de la composición de lugar y su impacto en el Nuevo Reino, véase Jaime Humberto Borja Gómez, Composición de lugar, pintura y vidas ejemplares: impacto de una tradición jesuita en el Reino de la Nueva Granada, pp. 373-396.

38. Pedro Pablo de Villamor, Vida y virtudes de la venerable Madre Francisca María de el Niño Jesús, p. 46.

39. Marialba Pastor, op. cit., pp. 94-96.

40. Miguel Ángel Núñez Beltrán, La oratoria sagrada de la época del barroco. Doctrina, cultura y actitud ante la vida desde los sermones sevillanos del siglo XVII, p. 383.

41. Jean-Claude Schmitt, La moral de los gestos, p. 130.