La obra de Andy Warhol, que recorre todo el espectro de tecnologías disponibles durante la vida del artista, se encuentra indisolublemente ligada a “la leyenda de Andy Warhol”: ningún artista de su época —excepto Picasso— cargó junto a su nombre y obra un fardo tan repleto de anécdotas dramáticas y míticas. En el caso de Warhol —con alguna que otra excepción— las cosas no le sucedieron a él. Más bien sucedieron en torno a él. A pesar del curioso estatus de estar ausente en su propia vida, de alcanzar un voyerismo sofisticado “hablando a través” de la gente que recopilaba, y cuya vida privada se decía que no existía o que era casi imposible de penetrar, Warhol legó una de las obras más prodigiosas e influyentes de la historia moderna.
Warhol hizo muchos autorretratos, pero ninguno tan impregnado de la manera en la que quería ser visto por los demás como The Shadow [La sombra], el cual incluyó en la serie de mitos del siglo XX, junto a las imágenes de Greta Garbo, Mickey Mouse, Aunt Jemima y otros. Warhol siempre fue el núcleo alrededor del cual las personas y los sucesos giraban. Un hombre que todo lo observaba y registraba, pero al mismo tiempo no hacía nada. Warhol no se “convirtió en lo que contempló”; más bien lo que eligió reproducir en el lienzo, en películas, en video o en grabaciones, se volvió un fragmento de sí mismo, una esquirla reveladora de su identidad.
“Es muy duro mirarse en el espejo”, afirmó alguna vez en una entrevista, “allí no hay nada”. El Warhol que se ofreció a la mirada pública fue una construcción elaborada, un disfraz con pelucas y vestuario, anteojos oscuros y maquillaje. Se podría decir que fue el inescrutable maestro de ceremonias de una eterna función de circo, función que cambió drásticamente de tono cuando Valerie Solanas, una escritora mentalmente trastornada, le disparó en 1968. Warhol sobrevivió, pero más de una vez aseguró que sentía que ya había muerto. Después de haber ensalzado en la década de los sesenta a los marginales, a los drogadictos excéntricos y a las personalidades proscritas en sus numerosos estudios (llamados The Factory [La Fábrica]), Warhol fue descartando paulatinamente a todos los que sintió remotamente amenazantes. Se convirtió en un artista de negocios que se movía entre los muy adinerados, los mundialmente famosos, y se rodeó de un protector círculo de empleados de talante serio.
Sin embargo, una cierta rareza subversiva, circense, siguió emanando del personaje Warhol y de su empresa. Adoptó la extravagancia propia de la fama, empaquetó su historia en una serie de libros que registran versiones contradictorias de su vida y de su época, circuló como un fantasma en los terrenos de los internacionalmente famosos y elegantes, y dejó un diario monumental y viperino, cuyo argumento da fe de un narcisismo extraño y abyecto.
Este es, en unos pocos trazos, el Warhol que se convirtió en leyenda. Su obra, por otro lado, ha pasado a la historia, y aunque su contenido en ocasiones se funde con su mitología, constituye, sin embargo, algo más ambicioso: un compendio visual de las preocupaciones y obsesiones de la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. En la obra de Warhol, la transformación de la sustancia en imagen, de las personas en consumidores, de la realidad en algo invariablemente mediatizado a través de lo simbólico, se produce sin exégesis tendenciosas, sin excusas.
Diseñador magistral, y convertido en uno de los artistas comerciales más famosos de los años cincuenta, Warhol empezó a hacer arte pop a finales de esa década y después de su notoria exposición de latas de sopa Campbell pintadas a mano en la galería Ferus de Los Ángeles, en 1962, se dedicó a la fotoserigrafía y a otros métodos de reproducción mecánica. En la práctica, Warhol borró la diferencia entre la fotografía y la pintura, así como el arte pop suprimió la diferencia entre el arte comercial y las bellas artes.
Aún antes de dedicarse a hacer cine, Warhol había recurrido a las imágenes seriales para transformar en estrellas los objetos cotidianos de consumo como la salsa de tomate Heinz, y al mismo tiempo develar la banalidad del glamour encarnada en la reproducción infinita de imágenes de celebridades como Marilyn Monroe y Liz Taylor. La labor glorificadora y a la vez simplificadora de Warhol conllevó una observación prolongada de lo que los norteamericanos veían a diario. A la vez, sugirió que en la cultura de masas prácticamente todo se podía pasar bajo la égida artística y ser presentado como un producto elevado y degradado al mismo tiempo: las imágenes periodísticas de una desconsolada Jackie Kennedy justo después del asesinato de JFK, o la serie Death and Disaster [Muerte y desastre], serigrafías de gente común saltando de un edificio o muerta en accidentes automovilísticos, negros atacados por perros policías durante motines raciales y, la imagen que es quizás más elocuente, la silla eléctrica de Nueva York, desocupada, en la cámara de ejecuciones, mientras un letrero en la pared superior derecha ordena silencio (SILENCE).
La serie Death and Disaster registró la violencia de la década de 1960 con una severidad potente y aún más repulsiva a causa del color opulento y uniforme de su iconografía. Pero quizás sea más preciso decir que el tratamiento que Warhol le dio a la violencia capturó la creciente indiferencia de la sociedad norteamericana, su asimilación de los patrones cotidianos de conducta, creciente desde comienzos de la década de 1950, cuando los asesinatos masivos, los homicidios en serie y las masacres con métodos cada vez más novedosos y grotescos se volvieron comunes, tanto en esta sociedad como en sus medios de comunicación predominantes: la televisión y las películas de Hollywood.
En sus propias películas, Warhol concentró la cámara en la anomía y la psicopatología de las personas a su alrededor con la misma impasibilidad con que sus pinturas de bienes de consumo, de momentos impactantes difundidos por los medios de comunicación, o de estrellas de cine, aplanaron a todos los que cayeron bajo su mirada glacial, igualándolos en una especie de achatamiento. Las películas también encarnan al mismo tiempo una idea tomada de la música de John Cage —nada es aburrido si se le mira durante suficiente tiempo— y la noción de que la banalidad puede apropiarse de todo. En efecto, la obra de Warhol propugna una especie de desafecto, de vaciamiento de la sustancia emocional, de consumo indiferenciado e interminable de objetos y de personalidades.
Andy Warhol lanzó un reto audaz a través de su arte. Como la figura pública que el artista modeló para sí mismo, su obra presenta una pasividad desafiante, una indiscutible pero inexpresiva cualidad de “estar ahí”, presta a generar toda clase de interpretaciones y reacciones en el espectador. Sin embargo, en sus pinturas la cosa en sí no revela nada, no deja adivinar interioridad alguna, no emite un “mensaje” ni un aura discernible, no deja al descubierto su pertenencia a una jerarquía. En sus películas y videos, los actores están mudos o escupiendo con entusiasmo excesivo todo lo que les pasa por la mente, atrapados en las “situaciones” más inconcretas, de las cuales deben sacar el partido que puedan mientras sus personalidades reales se imprimen en el celuloide o en la videocinta.
La lógica sugiere que el tema en el arte de Warhol era completamente arbitrario, pero casi lo opuesto es verdad. Aunque fue perfectamente capaz de sacarle partido al azar, sus obras estuvieron meticulosamente planeadas. El hecho de que hubiese adaptado la reproducción mecánica, hacía mucho más significativa la selección de las imágenes que decidía reproducir. Con frecuencia ubicaba a los actores en un espacio, prendía la cámara y abandonaba la habitación, con lo cual la decisión de qué gente filmar, adoptaba resonancias extrañas e inolvidables. En cualquier caso sabía que el objeto más insípido o una persona desequilibrada, de hecho se volverían interesantes para el espectador —no para todos, obviamente— a través de una especie de alquimia estética. Además, cuando algo definitivamente no funcionaba, siempre podía recurrir a la fascinación del tedio total como posición de reserva.
Para algunos, estos procedimientos fueron producto del genio; para otros, indicaron el fin de la civilización. Varias décadas después, es posible percibir ambas cosas. Warhol contó con las reacciones enfurecidas de algunos críticos, consciente de que el escándalo que suscitaba haría que se hablara más de él y de su obra, que se les buscara más, que se les celebrara más. El efecto Warhol permeó hasta tal punto la actividad artística, el cine y la vida cotidiana, y el artista se convirtió en una figura tan aceptada en el mundo, que su trabajo inicial se comenzó a observar con cierta añoranza. Se hizo amigo de Jackie Onassis, de Liz Taylor y compañía, y el norteamericano común y corriente empezó a considerar “warholianos” los objetos del supermercado del barrio y la imaginería manipuladora de los medios masivos de comunicación, a los cuales les confirió la misma importancia que al arte en los museos.
El objetivo del proyecto de Andy Warhol no fue otro que la transformación de la cultura norteamericana. Creo que es indudable que lo logró. Rompió todas las barreras entre la alta cultura y la cultura popular, hizo que casi cualquier tema o práctica gestual se volviese aceptable como “arte”, y se deshizo de todo lo que había separado la obra de arte del mundo de las mercancías. Convirtió el arte en un producto comercial como otro cualquiera, desdeñó la idea de que el arte fuese una emanación de la espiritualidad humana o de la subjetividad del artista, y transformó la actividad artística en una explícita operación de negocios.
En este sentido, el éxito de Warhol obviamente no se puede considerar positivo sin algunas reservas. Convirtió el arte en una carrera, abierta no tanto al talento como a la sagacidad y la capacidad de mercadeo; dio cabida al cinismo desinhibido y al culto al éxito material en un mundo artístico cada vez más confiado en la velocidad de la producción y en la rotación del producto, en el descubrimiento incesante y agitado de nuevos “movimientos artísticos” y “estrellas”; y abrió las compuertas para que los nuevos ricos de gustos vulgares pudieran empacharse una y otra vez de basura de moda. Warhol ayudó a transformar el mundo del arte en un simulacro del mercado de valores, con sus burbujas y “correcciones”, sus alzas y sus ajustes. El arte dejó de ser el depositario de valores permanentes para transfigurarse en el nihilismo derogador de cualquier valor diferente del capital.
Estas tendencias no desterraron del todo las ideas de gusto, de ambición estética y de propósito, ni las diferencias cualitativas entre una obra de arte y otra —si eso hubiera sucedido, no tendría mucho sentido que la gente siguiera dedicada al arte, a crearlo, a contemplarlo, a conservarlo—. La propia producción de Warhol es increíblemente desigual en lo que se refiere a la calidad. Incluso sus esfuerzos más audaces por aplicar al arte el rasero de todas las mercancías comercializables pueden ser valorados, en último término, según el éxito o fracaso relativo de sus obras individuales.
Algunas de las influencias que Andy Warhol legó a la cultura de su época son sin duda lamentables, pero tiendo a creer que su labor consistió sobre todo en destapar ciertas tendencias ascendientes en la cultura, y en sus mejores obras encontró las metáforas perfectas para describir la naturaleza de una sociedad que atribuye las cualidades de la necesidad y la inevitabilidad a las obras maestras de arte. Warhol conoció a fondo la real sustancia de Norteamérica y las múltiples maneras en las que el resto del mundo se estaba convirtiendo en ella.
Ahora que el dominio norteamericano en el mundo languidece, es un buen momento para revaluar el efecto Warhol, medir su impacto y apreciar su obra al margen de sus contextos mitológicos, tan extrañamente imperecederos.
Traducción: Margarita Valencia