Exposición Andy Warhol, Mr. America / Artículos y entrevistas

Filmando con Andy Warhol

Mary Woronov

Screen Test: Salvador Dalí, 1966
Screen Test: Salvador Dalí, 1966
[Prueba de cámara: Salvador Dalí]
Película de 16 mm en blanco y negro, sin sonido, 4 minutos a 16 cuadros por segundo
Andy Warhol
© Andy Warhol Museum (AWM)
Screen Test: Nico, 1966
Screen Test: Nico, 1966
[Prueba de cámara: Nico]
Película de 16 mm en blanco y negro, sin sonido, 4 minutos a 16 cuadros por segundo
Andy Warhol
© Andy Warhol Museum (AWM)
The Chelsea Girls, 1966
The Chelsea Girls, 1966
[Las chicas de Chelsea]
Película de 16 mm en blanco y negro y color, sonido, 204 minutos en pantalla doble
Andy Warhol
© Andy Warhol Museum (AWM)

Todavía no me sentía ansiosa. Andy estaba en el cuarto, así que sabía que íbamos a hacer una película, pero por el momento todo el mundo estaba esperando. Siempre había que esperar mucho. Me dijeron que estábamos aguardando a que Mario terminara de maquillarse, cuando Andy se me acercó. La primera vez que lo vi en mi prueba de actuación, no me habló. En ese momento me pareció frágil, incómodo, pero no pude estar más equivocada. Andy era la persona más fuerte en el cuarto, para no mencionar que era un adicto al trabajo. Su voz vacilante y reservada hizo que me acercara más a él. “Ah, qué hay Mary, Mario está allá en el baño, por si quieres saludarlo ya que vas a hacer la película con él”.

“Está bien”. Y me voy para el baño, pero nada me hubiera podido preparar para lo que había allí: Mario maquillándose, comprimido en un cuchitril con un espejo rajado y un lavamanos sucio, un pequeño y moreno puertorriqueño saliendo milagrosamente de su capullo, transformado en una Marilyn Monroe con la boca de Hedy Lamarr. La transformación no era perfecta, pero era reconocible. Yo estaba fascinada. Tenía la peluca torcida. Se dio cuenta por mi mirada, pero la ajustó de tal forma que hizo que se torciera incluso más del otro lado de la cabeza. No estaba aspirando a la perfección; estaba burlándose de sus defectos, así que me sentí incómoda, mientras ella de alguna forma se salía con la suya, en realidad se volvió más glamurosa.

La película se titulaba Hedy y el protagonista era Mario Montez. El guión, escrito por Ronald Tavel, trataba sobre una cleptómana, quirúrgicamente alterada, y famosa estrella de cine (Hedy Lamarr), a quien un policía pilla robando en un almacén, y se enamora de ella —una vieja historia de amor entre un hombre y una mujer, solo que a la mujer la representaba un homosexual, en realidad un travesti, una obra maestra de amaneramiento, todo un combo de agresión y castigo que inspiraba simultáneamente el deseo y la repulsión—. Yo actuaba como el hombre: una joven con la extraña actitud de un depredador masculino. El resultado, “universitaria se convierte en travesti”, resultó ser extraño, erótico y peligroso.
Yo no había escogido, conceptual ni conscientemente, mi papel de mujer travesti. ¿Pero qué podía hacer atrapada en un cuarto con un hombre tratando de ser una mujer? Claro que no podía competir con ella. Lo educado era prenderle un cigarrillo y ser el hombre. Esto me pareció lo más prudente. Si Mario quería ser la presa, entonces yo quería ser el cazador. Desde que vi Drácula, siempre quise ponerme una larga capa negra y morder a mi víctima en el cuello —en cambio a él lo iba a besar—.

Pero hubo complicaciones. Por un lado, el maquillaje de Mario me frustraba. Sabía que le había llevado horas hacerlo y simplemente no podía dañárselo. Meterle la lengua en la boca sería equivalente a arruinar una pintura. Incluso más complicado era que Drácula quería hacerle daño a la exasperante mariposa. Tal vez la actitud de Mario parecía pedir esto pero por instinto yo sentía que era algo más profundo. Yo quería lastimarla en la forma como lo haría un hombre normal cuando es atraído por algo que teme. Por otro lado, Mario, un veterano de Jack Smith, era tan escandaloso; yo la admiraba por su puro coraje y su intensidad.

De modo que no le pegué. La besé en la mejilla, no en los labios, y sólo le torcí un poquito un brazo. Pero la gente me describió como un depredador con la actitud de un puto, y se suponía que esta era mi escena de amor. Pero esta afinidad con el cruce de géneros fue lo que me cautivó en Warhol.

En los años sesenta la moda era la revolución y Warhol defendía la homosexualidad. Su película Blow Job era la imagen pública de un acto ilegal o solo un título ilegal, pero su imagen es bella, casi religiosa. Andy no solo hacía alarde de su homosexualidad con sus actitudes y su forma de vestir, sino que también convirtió a las locas de la noche en los símbolos sexuales de sus películas, en lugar de las muchachas de la Factory. Las muchachas eran solo superestrellas, prototipos para Paris Hilton, con un mínimo de talento, elegantes, ricas y famosas.

Yo no era elegante y no creía que las superestrellas fueran muy famosas. Me repelían, razón tal vez por la que Andy me encerró con ellas en un cuarto en Chelsea Girls. Pero yo estaba realmente atrapada por mi “buena” educación: relegada al asiento trasero del carro de la familia con mi mamá zombi y mi papá al volante, él quería que me casara y quedara jodida con un hijo lo más pronto posible. Estaba consciente de mi futuro estatus de segunda clase y eso me cabreaba. No quería ser famosa. Quería tener poder. Así que me puse del lado de los travestis que se negaban a que los metieran al clóset. Eran mis héroes y el primer público que me animó. Como Hannoi Hanna en Chelsea Girls, Andy me dio un dominio brutal y una agresión gratuita en lugar de quince minutos de fama, y eso me encantó. Todo el mundo quería ser famoso porque la fama es la única vida después de la muerte que nuestra cultura comprende. Fue la obsesión de Andy con la fama, con los íconos estadounidenses, las celebridades y las películas, la que lo hizo tan famoso.

Cuarenta años después estoy en un festival Warhol donde la película de Andy, Empire, titila en la pared del edificio. Es una pintura en cine en lugar del lienzo, una ventana mágica que da solo al pasado. Después hay un retrato del amante de Andy durmiendo. Es una gran idea guardar al amante en la pared de la alcoba, incluso después de que nos ha abandonado. Como en el cuento de hadas de la bella durmiente, nunca va a envejecer. La inmortalidad del momento, que solo el cine puede lograr, es realmente el tema de Sleep.

Desde el fondo del cuarto oigo mi propia voz. Es monótona y artificial. Cuando me veo joven en la pantalla, me veo como una extraña, una oscura Alicia en la demente Warholandia —no está realmente segura de dónde está y tampoco el público, pero ella es su espejo—. Mientras el filme Hedy titila sobre la pared, me veo a mí misma arrestando a Montez por robar en el almacén. Debía ser algo chistosísimo pero no lo es —es algo fascinante, vagamente fuera de lugar, y una descarada negación a seguir las reglas normales del cine y los medios—. No estoy actuando, pero tampoco soy yo misma. Como una tarántula, voy tanteando en la escena sin ningún motivo aparente como si fuera un happening de los sesenta, que es como Andy la filmó, sin cortes, sin dirección, sin guión, sin vestuario o maquillaje o platós, y sin realmente ningún estudio de actuación, lo que deja al espectador con la sensación de que ningún momento se puede repetir nunca. Las películas de Andy carecen de la calidad de amigable película casera característica de la mayor parte de los filmes experimentales. Parecen, al contrario, viejas películas pornográficas en blanco y negro, con todo y sexo torpe. Tampoco había narración, lineal o divertida, y puesto que nunca sabíamos qué íbamos a hacer, son circulares: se pueden empezar a ver en cualquier momento. Nunca fueron diseñadas para ser vistas de principio a fin en un teatro, Andy las mostraba como decoración en las paredes del Inevitable Plástico Explotando, los eventos de multimedia que organizaba.

Incluso cuando la reacción natural es el aburrimiento, la cámara de Andy se niega a divertir, y enfoca un cenicero en lugar de la acción. El entretenimiento prosigue. A Andy le gustaba un voyerismo que se acercara tanto como fuera posible, hasta que se volviera incómodo. Creíamos que el aburrimiento era bueno; agotaba nuestra expectativa, permitiendo que ocurriera el momento trascendental. La película de Warhol sobre el ballet de Paul Swan es aburridora y penosa hasta que uno se da cuenta de que está viendo a un viejo bamboleándose en el piso como un pescado fuera del agua, siendo el anzuelo el angustiante y bello sueño del ballet. En Screen Tests, el aburrimiento fue usado para desbaratar la pose de los candidatos hasta que emergía su verdadera personalidad.

Así como no importaban ni el principio ni el fin, tampoco importaba la trama. En ocasiones, cuando Ronnie Tavel sí escribía un guión genial, a menudo era ignorado, a no ser que fuera algo como mi monólogo de Hanoi Hanna. Las otras superestrellas no se preocupaban por aprender sus líneas y a Ingrid ni siquiera le dieron el guión. En Hedy, cuando la acción concluía antes de que la película terminara, Tavel fingía suicidarse y morir, después seguíamos filmando y de nuevo Tavel se ponía de pie y caía muerto. Warhol rara vez hablaba mientras filmaba. Su dirección era algo que una misma se imaginaba sentir. Con nombres falsos, nos drogábamos y representábamos los mismos papeles filmando y no filmando, de modo que nos quedaba fácil improvisar y meternos en la piel del personaje.

Yo tenía mis propias reglas fijas. Rechazaba el sexo y desnudarme, a no ser que lo hicieran otros y otras. Besar, dar bofetones y matar estaba bien, pero las camas sin hacer me ponían nerviosa. Solamente acostarme en la cama, vestida, con Gerard en Chelsea Girls hacía que me pusiera rígida y muda, a pesar del hecho de que hacía cualquier cosa con él mientras los Velvets tocaban. Andy trató de engatusarme pero mi predilección por dominar y por la agresión masculina general no tenían nada qué ver con la sexualidad. Cuando Andy, pensando que yo tenía posibilidades como dominadora sádica, me presentó a Tosh, un sádico extremista, corrí de vuelta a Brooklyn. Pero dejar que Gerard lamiera mis botas durante media hora en una película, preocupada todo el tiempo por lo que acababa de pisar, me parecía bien, como también atar a Ingrid en Chelsea Girls y apretujarla debajo de un escritorio porque su voz chillona me molestaba.

Ahora me doy cuenta de que el sadismo y masoquismo de Warhol eran solo un comentario y no una invitación. Bailar con un látigo, o una jeringa plástica naranja de treinta centímetros de largo, mientras los Velvet Underground tocaban Velvet era bastante inocente. Nosotros éramos la versión cosmética, los provocadores que lanzábamos la moda. Pertenecíamos al futuro, a la moda punk que después escandalizó a las madres ex hippies, al abrir grandes ojos ante los ganchos en las caras de sus hijos y los collares de perro en torno a sus cuellos.